Charlando con Livingstone en las cataratas Victoria
Toda visita al más famoso y espectacular salto de agua de África es también un homenaje al más grande de los exploradores del siglo XIX, cuya estatua preside el lugar
Escribo este post en las cataratas Victoria. Un lugar mítico desde el que cualquier viajero se derretiría por mandar una crónica (al menos, cualquier viajero de la vieja escuela, hoy sería más práctico enviar un selfi). Las cataratas alteran el curso del río Zambeze en una zona fronteriza entre Zimbabue y Zambia y forman la segunda cortina de agua ininterrumpida más larga del mundo: 1,7 kilómetros de longitud por 100 metros de altura media.
La vista de las cataratas quita el hipo. No serán ni las más caudalosas ni las más grandes del mundo, pero el estrecho agujero por el que se precipita el Zambeze resume, en mi humilde opinión, los paisajes de la África más profunda y telúrica que imaginé desde niño viendo películas de Tarzán. En época seca se pueden ver desde muy cerca gracias a un mirador que recorre todo el frente por la zona de Zimbabue. El lado de Zambia, sin embargo, suele estar seco en estas fechas. Pero en el pico de la época lluviosa, de febrero a mayo, cuando caen 1.000 hectómetros cúbicos de agua por minuto, la cortina de vapor que forman lo anega todo e impide la visión. Entonces solo hay niebla y ruido. Mosi-oa-Tunya, el humo que truena, como las bautizaron los ndebeles y otras tribus locales.
Tengo la suerte de venir a menudo por esta zona de África. Y cada vez que lo hago procuro cumplir con un ritual. Cada cual es rehén de sus mitos (y de sus manías) y al igual que otros van a Barcelona o a Madrid y visitan el Camp Nou o el Bernabéu como el que venera un lugar sagrado, a mí me gusta estar un rato de charla con uno de mis héroes viajeros, un tipo que se pasó 33 años caminando por África cuando no existían ni Booking, ni las guías Michelin ni el GPS ni los móviles: David Livingstone, cuya imponente figura en bronce preside el lado oriental de las cataratas que él rebautizó.
David Livingstone fue el más legendario, el más atípico y el menos vanidoso de los exploradores africanos del siglo XIX. Pero como ocurre siempre con los mitos, sus biografías están llenas de hipérboles, no siempre exactas. Para muchos fue un misionero movido por la fe que se adentró en África para convertir a los nativos, cuando en realidad abandonó la Sociedad Misionera a los pocos años de llegar a África para centrarse en su labor exploradora. Odiaba a los esclavistas y luchó toda su vida contra esa horrible práctica, pero no dudó en dejarse ayudar en varios momentos de apuro por Tippu Tip, el más grande de los esclavistas arabo-swahilis. Y aunque no buscaba la gloria mundana, tampoco era tan humilde como para renunciar por completo a esa pequeña debilidad humana que es la búsqueda de la fama y el reconocimiento. El último viaje de su vida, el que al final le llevó a la muerte en 1873, fue un empecinamiento personal por ser el primero en dar con las fuentes del Nilo y acabar de un carpetazo con las ínfulas de Richard Burton —a quien odiaba por libertino— y con las teorías del infortunado John Speke. Hasta el bueno —casi santo— de Livingstone tuvo su pequeña dosis de vanidad. Algo que no empaña de ninguna manera una de las vidas más legendarias del siglo XIX.
Livingstone fue el primer blanco que vio estas cataratas por las que se desploma el Zambeze. Fue en noviembre de 1855, casi al final de un épico viaje de cuatro años durante los que exploró toda la cuenca de este río, el cuarto más largo de África tras el Nilo, el Níger y el Congo. Él ya sabía de la existencia de ese gran caudal porque lo había descubierto en viajes anteriores, cuando entre 1849 y 1851, desde su misión protestante en Kolobeng, en un remoto lugar de lo que hoy es el norte de Botsuana, cruzó y exploró a pie el desierto del Kalahari.
Durante esos años se produjeron fuertes tensiones en su interior. Su fe personal y su religiosidad eran inquebrantables (la Biblia siempre fue su libro de referencia), pero cada vez ponía más en duda la necesidad que tenían aquellas gentes de ser evangelizadas. Livingstone creía firmemente que solo la religión y la civilización podrían ayudar a los africanos, pero discrepaba de la fórmula oficial para hacerlo. Fue un humanista, un hombre más interesado por la redención humana que por las conquistas geográficas, por eso su lema para sacar al continente de su atraso eran las tres “c”: cristianismo, comercio y civilización. Su obsesión a lo largo de su vida fue encontrar una vía de navegación que permitiera llevar el comercio —y con él, la civilización— al interior de África. Y el río Zambeze podía serlo. En 1852 mandó a su mujer, Mary, y sus hijos a Inglaterra y se dispuso a explorar el gran río del sur de África. No lo hizo solo. Su amigo Sekeletu, rey de los makololos, le prestó 27 guerreros con órdenes muy estrictas: obedecerle en todo lo que él dijera, bajo pena de muerte. Narraciones de viajeros que llegaron a la región de los makololos más de tres décadas después describen cómo los más ancianos de la tribu recordaban aún y eran capaces de repetir sermones enteros del explorador.
Empezaba así el legendario viaje que le llevaría a ser el primer europeo que cruzó África de costa a costa. El 31 de mayo de 1854, en pésimo estado de salud y tras haber recorrido más de 2.000 kilómetros río arriba cartografiando toda la cuenca superior del Zambeze, llegaba a Luanda, en la costa del Atlántico. Los portugueses que le socorrieron no daban crédito a su hazaña y le conminaron a que se embarcara hacia Inglaterra para reponerse. Pero él dijo que había prometido a los makololos que los devolvería a su aldea y que no estaba dispuesto a fallarles. Así que tras descansar y avituallarse, se internó otra vez en el corazón de África para deshacer el camino andando. En agosto de 1855 entraba triunfante en la aldea del jefe Sekeletu. Allí descansó hasta noviembre, y con un centenar de nuevos porteadores se dispuso a seguir descendiendo el río en busca de su desembocadura. Su amigo Sekeletu le dijo que no dejara de visitar un lugar muy especial que los ndebeles y otras tribus llamaban Mosi-oa-Tunya. Fue así como el 16 de noviembre de 1855 se convertía en el primer europeo que veía las impresionantes cataratas a las que bautizó con el nombre de la reina de Inglaterra. El 20 de mayo de 1856 —tras cuatro años caminando por la África más ignota— llegó a la actual Mozambique, en las costas del Índico. Era el primer ser humano que atravesaba el continente negro de costa a costa. Fue su viaje más épico y por el que consiguió el reconocimiento de héroe nacional en Gran Bretaña.
La vida de David Livingstone es pozo sin fondo de aventuras. 33 años viajando a pie por África dan para muchas historias. Hasta su muerte fue legendaria. Expiró el 1 de mayo de 1873 en la aldea de Chitambo, a orillas del lago Bangweulu, en la actual Zambia. Sus dos fieles servidores, Abdullah Susi y James Chuma, que llevaban años acompañándole, enterraron su corazón bajo un árbol, embalsamaron el cadáver y lo transportaron durante cientos de kilómetros a través de selvas y sabanas africanas para entregárselo a las autoridades británicas en Bagamoyo, en la costa del Índico. Un viaje de película para poner un final de cine a una vida inigualable. Por cierto, nadie en la colonia inglesa agradeció ni premió a Susi y Chuma por su increíble acción.
¿Entienden por qué me gusta sentarme al pie de su estatua e imaginarme que charlo con él? Se te bajan mucho los humos cuando te pones en el lugar de tipos de voluntad inquebrantable como Livingstone, Burton, Speke, Grant… (o Florence Baker, que también hubo mujeres exploradoras en África, pocas, pero las hubo) aventurándose en un continente ignoto sin wifi, sin Instagram y sin tarjeta de crédito. Aquello sí que eran viajeros. Los de ahora somos meros aficionados.
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