Menos necesita más (imaginación)
Un rincón en el centro histórico de Olot responde a un dilema arquitectónico que sacude al mundo: ¿qué hacer para mantener la huella del pasado y dejar paso a un presente cada vez más inesperado y difícilmente planificable?
De la misma manera que no solo la resta es válida en los trabajos sencillos, la arquitectura menor no es una cuestión de escala. Lo demuestra el proyecto Can Sau, una escenografía de urgencia que los arquitectos Eduard Callis (Olot, 1977) y Guillem Moliner (Barcelona, 1979) firmaron en Olot.
Aunque ambos estudiaron arquitectura en la Universidad Politécnica (UPC), puede que el hecho de que Moliner sea profesor de diseño interior en la Escuela de Arte y Diseño de Olot (EASD), mientras que Callis da clase en la Escuela de Arquitectura de Barcelona (ETSAB) ayude a entender la amplitud de registro que consiguen sus proyectos desde un equilibrio paradójico: ser siempre innovadores y ser siempre sencillos. ¿Cómo innovar —y sorprender— sin complicar? La respuesta a esta última pregunta conviene buscarla en el tiempo en que les ha tocado vivir y en el lugar, la ciudad gerundense, donde han elegido trabajar.
Callis y Moliner fundaron el estudio Unparell D’Arquitectes (Un par de arquitectos) para abordar todas las escalas de la arquitectura. Esta ambición —que de tan amplia parece sacada de un manual de presentación de estudios genérico— es, en su caso, el mejor resumen para una obra ingeniosa, inesperada, detallista, pulida y flexible que escapa a cualquier clasificación, porque se reinventa constantemente. En su trabajo, todas las escalas se traducen en todas las oportunidades, incluidas las que más cuesta ver. Es justamente en esas donde más destacan. Can Sau lo demuestra.
Sería un error confundir esta obra, rotunda y a la vez menuda con un trabajo menor. No hay nada insignificante en esta manera de considerar la memoria y de pensar la arquitectura, la creación artística, el espacio público y la vida cotidiana. En el centro de Olot, frente a la antigua iglesia del Tura —que data del siglo XV— el Ayuntamiento consideró necesaria la demolición de una casa, Can Sau, para mejorar la circulación (la alineación del vial) de la zona. Esa demolición —como tantas que suceden en el centro histórico y que con frecuencia dejan descubiertas medianeras y desatendidos descampados— descubrió cuatro contrafuertes escalonados de hormigón, algo así como una pequeña grada enfrentada a, o a los pies de, la patrona de la ciudad: la Virgen del Tura.
Callís y Moliner recibieron el encargo de pavimentar ese rincón para adecentar ese hueco urbano y, en lugar de sanear haciendo tabula rasa, idearon una nueva urbanidad. Esos cuatro contrafuertes escalonados son ahora un rincón vecinal, una especie de plaza vertical que ofrece asiento y une pasado con futuro. La ruina de la medianera es ahora un mural artístico —con los nichos iluminados gracias a las composiciones de la iconografía de las iglesias locales que firma el artista Quim Domene. También el refuerzo metálico de los contrafuertes, de color rojo como los ladrillos, es un recurso escultórico empleado en un rincón diminuto. Los arquitectos hablan de una fachada que asume la responsabilidad de dar forma a una calle: una escenografía de urgencia que inyecta nuevo oxígeno a un paisaje urbano que ni quiere olvidar el pasado ni busca alimentar la nostalgia.
Más allá del rescate patrimonial y cívico —la zona de encuentro ganada—, el proyecto habla de la convivencia de pasado y futuro y de las artes y la arquitectura. Y consigue un espacio cívico que resulta difícil clasificar porque es a la vez un banco, un rincón urbano, una lámpara nocturna, un mural, una ruina y una sorpresa. Que algo pueda ser flexible sin sacrificar la identidad es algo crucial para la arquitectura que vamos a necesitar.
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