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El peligro de etiquetar a los niños: “¡No me llames así, me haces sentir muy pequeño!”

Atribuirlas es muy contraproducente para su desarrollo integral y provocan que aquellos que las arrastran se sientan fracasados y vivan con el sentimiento que decepcionan a sus padres y a su entorno

Una niña se siente triste.
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-¡No me gusta que me llames así!

-¡Pero si es solo una broma¡ Te enfadas por nada.

-Pues a mí me hace sentir muy pequeño.

Javier recuerda como en su etapa escolar a menudo era etiquetado por sus compañeros y profesores como el cerebrito de la clase porque le apasionaba leer y crear historias. También cómo se sentía cuando no lograba alcanzar un buen resultado en la clase de matemáticas y le invadía la sensación de no estar a la altura de lo que los otros esperaban de él.

Raquel fue consciente muchos años después que abandonó el baloncesto al final de la etapa escolar cansada de escuchar “que torpe y lenta eres”.

Para María fue un alivio conseguir descolgarse de la etiqueta de cabra loca que arrastró durante toda su juventud. Tuvo que acabar la carrera de Medicina con una nota de excelente para que los demás empezasen a mirarle de forma diferente y tomarle en serio.

Marcos consiguió descubrir, junto a su psicóloga, que sus problemas con la alimentación estaban muy relacionados con haber arrastrado durante su infancia y juventud el apodo de gordito.

Vivimos en una sociedad llena de estereotipos que pueden llegar a empequeñecernos. Tenemos la mala costumbre de etiquetar a la gente como si fueran mercancías, la tendencia de encasillar a las personas para definirlas. Nos inclinamos a categorizar las creencias, los comportamientos, las actitudes o las situaciones sin reparar en que poner una etiqueta es definir y limitar, en gran medida, lo etiquetado.

Todos llevamos colgadas etiquetas, cualquiera podría reconocerse en alguna. Nos las ponen en casa, en la escuela, en los equipos deportivos e incluso gente que ni siquiera nos conoce. “Burra, empollón, trasto o desastre” podrían ser algunas de las más utilizadas. Muchas veces no se hace para herir pero acaban convirtiéndose en una carga difícil de gestionar.

Recuerdo como de pequeña esas etiquetas que iban otorgándome acabaron condicionando mi conducta, mi forma de mirar el mundo, la forma de quererme. Simples palabras que a menudo arañaban mi autoestima, condicionaban mis decisiones, cargaban mi mochila de peros. Palabras que me hacían sentir que siempre decepcionaba a alguien, que en ocasiones no daba la talla ante las perspectivas que ponían sobre mí y que no acababa de encajar.

¡Qué poco somos conscientes del daño que generan las etiquetas! Opiniones subjetivas que a menudo nos encasillan, nos paralizan, nos atan inútilmente a expectativas que nos ahogan. Que nos esculpen por dentro erróneamente, que engrandecen nuestros defectos, que nos definen torpemente y nos hacen olvidar nuestras fortalezas y aspiraciones.

El psicólogo estadounidense Martin Seligman, en los años ochenta, desarrolló la teoría de la indefensión aprendida donde describía que las personas a las que se les somete a comentarios o valoraciones negativas acaban comportándose tal y como son categorizadas. El niño que es etiquetado como “poco habilidoso” acabará comportándose según los dictámenes de esa etiqueta.

Cuando denominamos repetidamente a un niño de manera negativa acabará asumiendo que él es así y no que lo son sus hechos o acciones. Unas expectativas que condicionarán enormemente su conducta y su personalidad, que dañarán su autoestima e identidad, que provocarán que desarrolle un sentimiento de inferioridad.

Ojalá fuésemos capaces de EDUCAR SIN ETIQUETAR, sin catalogar a nuestros pequeños según sus habilidades, dificultades o su nivel de inteligencia. Sin poner nombre a comportamientos, a la forma de actuar o sentir. Sin juicios de valor que coarten a intentar las cosas sin miedo, que marquen el carácter, que mermen la confianza o la ilusión.

Ojalá fuésemos conscientes los papás, mamás y profesores del enorme impacto que tienen nuestras palabras, sobre la capacidad y el desempeño de nuestros pequeños. Que todas las etiquetas, sean positivas o negativas, hacen mella en el corazón. Juicios que emitimos sin respetar ritmos para aprender, maneras de hacer las cosas, formas de ver el mundo.

Seamos capaces de conseguir que nuestros pequeños puedan mirarse al espejo sin filtros que les condicionen, sin rótulos que les recuerden sus defectos o dificultades, sin marcas que engrandezcan el miedo a fallar.

Eduquemos desde la aceptación, la confianza y el respeto. Ofreciendo siempre una imagen positiva de ellos. Haciéndoles sentir que les acompañamos sin condición pase lo que pase, hagan lo que hagan, consigan o no sus objetivos.

Siendo capaces de potenciar al máximo las capacidades y aspiraciones, reforzando las debilidades con mimo y respeto y también con exigencia, empatizando con los tropiezos con dulzura y paciencia.

Asegurándonos que saben que les queremos independientemente de sus logros, errores o defectos. Que estamos a su lado para todo aquello que les haga falta pase lo que pase. Compartamos con ellos aquello que a nosotros tampoco se nos da bien.

Hagámosles sentir comprendidos y escuchados, dándoles la oportunidad de equivocarse las veces que sea necesario, alentándoles a empezar de cero sintiendo que cada amanecer supone una nueva oportunidad. Enseñándoles a comunicarse asertivamente y a manejar cada una de sus emociones con confianza.

Ayudémosles a establecer un perfil de sus fortalezas y debilidades, de sus necesidades y preferencias de aprendizaje, de sus niveles de dominio. Eduquemos SIN ETIQUETAS, enseñándoles a escoger lo que realmente quieren ser, regalémosles oportunidades para el éxito sin casillas que les hagan vulnerables y pequeños. 

* Sonia López Iglesias es psicopedagoga, maestra y formadora de familias y equipos docentes. Experta en educación emocional y comunicación. Enamorada de la etapa adolescente.

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