Donde habitan los deseos
El cerebro humano es un persistente buscador de placeres. Y entre los más memorables está compartir, porque el mayor de todos los anhelos es sentirnos parte del grupo.
El dinero no sirve más que pa to”, me dijo Vicente Amigo entre carcajadas durante una cena. Decir que es un virtuoso de la guitarra no descubre nada, pero mucha gente desconoce que cuando sale a tocar se le despierta una suerte de hiperestesia que le causa un aumento de los estímulos: le incomodan la silla, la humedad, las miradas de los ojos ajenos que se posan sobre él… Oírle interpretar es un auténtico placer, y no en sentido figurado, porque la música activa el circuito mesocorticolímbico del cerebro, que se acciona cuando recibimos estímulos que nos proporcionan satisfacción.
Es la misma parte del cerebro emocional que se moviliza cuando saboreamos un plato en el restaurante Nerua, hojeamos un libro de la editorial La Cama Sol, contemplamos un espectáculo de danza de Kukai o nos encontramos frente a cualquier manifestación que nos acaricia, nos estimula y nos interpela. De alguna forma, nuestro cerebrum —“lo que lleva la cabeza”, en latín— está programado para responder con placer ante conductas básicas esenciales para la supervivencia, como comer o beber, pero también ante lo que interpretamos como armonía y perfección, que a su vez amplía nuestro registro de experiencias memorables. Por ello ansiamos vivencias, esa retahíla de momentos que se hilvanan descuidadamente, hasta que de manera aleatoria una emoción se fija en el recuerdo.
En más de una ocasión, el catedrático de Psicobiología en el Instituto de Neurociencias de la Universidad Autónoma de Barcelona, Ignacio Morgado, me ha recordado que el cerebro humano es un persistente perseguidor de placer. Buscamos actividades que movilicen ese pequeño grupo de regiones cerebrales que se excitan con actos que proporcionan satisfacción, como compartir aquella botella de vino que conservábamos para una ocasión especial. Y no solo eso, sino que días después, al reponer la botella, se alienta igualmente el deseo debido a que las áreas vinculadas al placer se activan simplemente reconstruyendo la actividad que nos proporcionó una efímera aunque intensa sensación de felicidad.
Y caminando por ese comprometido alambre es inevitable toparse con ese otro adictivo bienestar que también se manifiesta con la simple idea de obtener o gastar dinero. El dinero también modifica la manera en la que se evalúa la realidad, guiando la valoración de muchas experiencias. Un estudio realizado por la Universidad de Stanford de California probó que las personas no solamente disfrutaban más cuando un vino es caro, sino que estimaban que poseía un sabor más destacado. El catedrático de Psicología y Economía Conductual por la Universidad de Duke, Dan Ariely, narra en su libro Las trampas del deseo que cuanto más costoso es un fármaco, más seguridad tenemos en su efectividad y, por lo tanto, somos más susceptibles de beneficiarnos de él.
Las ideas se van asimilando a lo largo del tiempo hasta aferrarse con tal firmeza que aquellas adscritas al hedonismo desatan respuestas tendentes a maximizar el disfrute. Y este es el motivo por el que al acceder a un plato de jamón ibérico de bellota de 50 euros el placer se multiplica más del doble frente a otro de 12 euros. El cerebro se persuade de que algo que posee un alto precio es más valioso, imponiéndose lo que se conoce como verdad subjetiva.
Quizá lo más anacrónico de la situación es que una de las experiencias más enriquecedoras se deriva de la acción de dar y compartir lo que se posee sin esperar nada a cambio, sin reservas. Ambicionamos poseer y ansiamos compartir, por la sencilla razón de que el mayor de todos los deseos es sentirnos parte del grupo, integrarnos socialmente. Y eso es ni más ni menos lo que está ocurriendo estos días: nos convertimos en parte de un mismo latido, unidos en la resistencia y en la red de solidaridad universal. Bienvenido sea ese habitáculo de nuestros deseos.
Tartaleta de fresas y guisantes
Ingredientes
Para 4 personas
Para la pasta sablé
- 500 gramos de harina
- 300 gramos de mantequilla
- 200 gramos de azúcar
- 200 gramos de huevos
- 6 gramos de sal
Para la crema de guisantes
- 300 gramos de guisantes
- 60 gramos de azúcar
- 60 gramos de agua
Para las fresas
- 20 gramos de fresas
Instrucciones
1. La pasta sablé
Poner la mantequilla a temperatura ambiente, el azúcar, la sal y el huevo batido en un bol. Tamizar la harina sobre el bol y mezclar muy bien los ingredientes rápidamente para que la masa no coja elasticidad. Hacer una bola con la pasta y reservarla en refrigeración tapada con plástico alimentario por lo menos durante cuatro horas.
Utilizando el rodillo y la mesa previamente espolvoreada de harina, estirar la porción de masa hasta que tenga 0,5 centímetros de grosor y forrar con ella un molde engrasado. Poner legumbres secas encima de la masa para que esta no suba. Cocerla durante 30 minutos a 180 grados. Sacar del molde y reservar en seco.
3. La crema de guisantes
Hacer un almíbar con el agua y el azúcar. Añadir los guisantes crudos y triturar. Colar, y batir hasta que enfríe. Reservar en una manga en refrigeración.
4. Las fresas
Laminar las fresas y reservar en refrigeración.
5. Acabado y presentación
Rellenar el fondo de la tarta con la crema de guisantes e ir disponiendo las fresas encima de manera ordenada.
Aporte nutricional
Las fresas son frutas que aportan pocas calorías, unas 36 kcal en 100 gramos de porción comestible. Entre las vitaminas cabe destacar su contenido en C y E. Respecto a la vitamina C, aporta más cantidad que las naranjas. Las fresas, como otras frutas, tienen alta capacidad antioxidante.
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