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Médico, institutriz, funcionario o taxista: así se ganaron la vida estos artistas geniales

Kafka fue jurista, Bram Stoker gestionó un teatro y Herman Melville pasó años en una oficina de aduanas. Repasamos los empleos de los que vivieron algunos nombres esenciales de la literatura, la fotografía o el arte

Las hermanas Brontë, retratadas por su hermano Branwell hacia 1834.
Las hermanas Brontë, retratadas por su hermano Branwell hacia 1834.Foto: Getty
Carlos Primo

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A veces, vivir del arte es una utopía. Muchos de los creadores más relevantes del pasado y el presente han quedado asociados a sus obras, pero muy pocos tuvieron la suerte de poder dedicarse en exclusiva a su obra. Otros, como los que hemos seleccionado en este artículo, se vieron obligados a escribir, fotografiar o pintar en los ratos libres que les dejaban sus empleos a jornada completa. No es cosa del pasado: en un día del trabajo en que el sector cultural, uno de los más castigados por la crisis del covid-19, alza la voz para llamar la atención sobre la precariedad a la que se enfrentan sus profesionales, averiguar de qué viven los artistas hoy en día lleva a un panorama desértico que revela ingresos escasos, dependencia de las instituciones y malabarismos para llegar a fin de mes. Algunos de estos genios se enfrentaron a esos mismos problemas.

Franz Kafka en Praga.
Franz Kafka en Praga.Foto: Getty

Franz Kafka: jurista

En una de sus cartas, el autor (1883-1924) de La metamorfosis escribió que “La escritura y el trabajo no pueden conciliarse”. Kafka sabía de lo que hablaba: trabajaba en una importante agencia de seguros de Praga y, de hecho, algunos de sus textos más celebrados en vida fueron extensos y prolijos informes legales que ayudaron a la reforma jurídica del entonces imperio Austro-Húngaro. La mayoría de sus obras se popularizaron tras su fallecimiento. La burocracia, sus infinitos laberintos y vericuetos, le marcaron casi como un trauma que se puede percibir en buena parte de su obra literaria, especialmente en El castillo y El proceso.

William Carlos Williams en 1955.
William Carlos Williams en 1955.Foto: Getty

William Carlos Williams: médico de familia

Este autor estadounidense (1883-1963) es sobre todo conocido por su obra poética, en la que emplea formas enormemente modernas para hablar de cuestiones cotidianas. Pero también porque, durante toda su vida, trabajó a diario como médico de cabecera y pediatra. Al contrario de otros integrantes de esta lista, Williams nunca vivió su trabajo como una maldición alientante, sino como una vocación tan importante como la literaria. La prueba es Los relatos de médicos, un conjunto de relatos –por cierto, recientemente traducidos al español por Fulgencio Pimentel– en los que demuestra que, además de un buen médico y un poeta genial, era un observador y un narrador de primera.

Luis de Góngora retratado por Velázquez.
Luis de Góngora retratado por Velázquez.Foto: Getty

Luis de Góngora: racionero de la Catedral de Córdoba

Los genios no siempre lo tienen fácil. Góngora (1561-1627), el revolucionario que cambió para siempre la poesía española con las Soledades o la Fábula de Polifemo y Galatea, el escritor cultísimo y sofisticado al que retrató Velázquez, se pasó media vida con la cabeza puesta en su propia subsistencia. También es cierto que, en la España del siglo XVII, los autores no dependían de la venta de libros, sino del teatro –el único “negocio” que reportaba beneficios– y, con más frecuencia, del mecenazgo o protección de altos cargos de la corte. Góngora no escribió teatro ni tuvo demasiada suerte al elegir mecenas –algunos de sus protectores cayeron en desgracia–, pero se ordenó canónigo en 1575 y entró al servicio de la catedral cordobesa. Este trabajo le obligó a viajar por toda España, visitando ciudades a modo de inspector eclesiástico y ocupándose de cuestiones administrativas y legales. Cuando por fin consiguió un puesto importante, capellán real, mudarse a Madrid supuso su ruina.

El escritor y gerente teatral Bram Stoker.
El escritor y gerente teatral Bram Stoker.Foto: Getty

Bram Stoker: gerente teatral

El irlandés (1847-1912) ha pasado a la posteridad como el autor de Drácula, que publicó en 1897, cuando frisaba la cincuentena. Esta novela, libro de éxito y de culto desde el primer momento, le deparó una vejez literaria considerablemente dorada, pero hasta entonces Stoker se las había apañado muy bien trabajando en el mundo del teatro. Entre 1878 y 1904 fue gerente del Lyceum Theatre de Londres, propiedad del actor Henry Irving, su amigo y mentor. Ese empleo, aunque parezca sofisticado y glamuroso, le convertía en realidad en una especie de hombre orquesta que se ocupaba de contratar espectáculos, llevar la contabilidad, supervisar la publicidad e incluso, como cuenta su biógrafo Paul Murray, darle a la manivela de la maquinaria escénica. Ante todo Stoker era un relaciones públicas de primera, y esa posición le permitió conocer en persona a lo más granado de la cultura y la política de su época.

Henry Darger: Limpiador

La historia está llena de artistas incomprendidos, pero hay pocos más incomprendidos que los que la historiografía ha encuadrado en la categoría del arte marginal o art brut. De Darger (1892-1973) no se sabe apenas nada, salvo que vivió en Chicago, que trabajó como limpiador y que no frecuentó a casi nadie. El, posiblemente, creía tener motivos para ello, tras una infancia traumática y una adolescencia de psiquiátrico en psiquiátrico. Tras su fallecimiento se descubrió que, durante toda su vida, se había dedicado a dibujar y escribir de manera compulsiva acerca de un mundo imaginario dominado por sangrientas guerras y catástrofes naturales. Su obra principal, un relato llamado La Historia de las Vivians, en lo que se conoce como Los Reinos de lo Irreal, sobre la Guerra-Tormenta Glandeco-Angeliniana causada por la Rebelión de los Niños Esclavos, ocupa más de 15.000 páginas. Las enigmáticas acuarelas que pintó para ilustrarlo se subastan hoy por cientos de miles de dólares y forman parte de la colección permanente de museos como el MoMA.

Las hermanas Brontë: institutrices

Charlotte (1816–1855), Emily (1818–1848) y Anne (1820–1849) son conocidas como escritoras de clásicos absolutos tan contundentes como Cumbres borrascosas (Emily) o Jane Eyre (Charlotte), pero en la Inglaterra victoriana la idea de que una mujer escribiera novelas no acababa de encajar del todo. Así que buena parte de la producción literaria de esta familia tan prolífica tuvo que ser publicada bajo seudónimos masculinos, mientras las hermanas Brontë se ganaban la vida como maestras e institutrices en distintas escuelas. La primera fue la que su padre, el reverendo Patrick Brontë, había construido en su Haworth natal y que hoy es lugar de peregrinación para lectores de todo el mundo. Por cierto, hay todo un ensayo sobre el valor emancipador del trabajo en Jane Eyre, una novela protagonizada por una institutriz para la que el empleo no solo es el camino a la independencia económica, sino también vital.

'Grafiti' de Eduardo Kobra en Chicago en homenaje a Vivian Maier.
'Grafiti' de Eduardo Kobra en Chicago en homenaje a Vivian Maier.Foto: Getty

Vivian Maier: niñera

En 2010 el documentalista y cineasta John Maloof dio un golpe en la mesa (del arte) inaugurando una exposición fotográfica de una autora desconocida, Vivian Maier (1926-2009), cuyas pertenencias Maloof había comprado a ciegas en una subasta de trasteros. Al empezar a examinar carretes, pensó que aquellas poderosas imágenes de la vida cotidiana de Nueva York y Chicago entre los años cincuenta y ochenta tenían que pertenecer a un gran fotógrafo. Un nombre escrito en una etiqueta y una búsqueda en Google le demostraron, sin embargo, que la única persona con ese nombre era una niñera jubilada fallecida un par de días antes del hallazgo de su obra. Ahí empezó una búsqueda que desembocó en un premiadísimo y popular documental (Finding Vivian Maier) en el que se traza la biografía de esta mujer esquiva y de personalidad huidiza cuyas imágenes hoy forman parte de museos de fotografía de todo el mundo.

Philip Glass en 1987.
Philip Glass en 1987.Foto: Getty

Philip Glass: taxista

El estadounidense Philip Glass (1937) es uno de los compositores vivos más importantes y prestigiosos del mundo, pero durante los inicios de su carrera, incluso cuando comenzaba a cosechar éxitos en el mundo del teatro, tenía que compaginar su labor creativa con empleos como fontanero, albañil, mozo de mudanzas y taxista. “Siempre pensé que tendría que tener un day job [trabajo alimenticio] toda la vida”, declaró en 2018 a The Atlantic. De hecho, hasta los 42 años siguió recorriendo las calles de Nueva York con su taxi con regularidad, especialmente en los intervalos entre distintos encargos de óperas, bandas sonoras y otras composiciones musicales. “Me encargaron Satyagraha, una ópera sobre Gandhi, y me pagaron por ello, así que no volví a trabajar durante cuatro o cinco meses, y luego vino otro encargo. Un día me di cuenta de que no había conducido el taxi en un año. Renové mi licencia de taxi un año más, pero nunca más lo volví a coger”.

Herman Melville: inspector de aduanas

Melville (1819-1891), el autor de Moby Dick, venía de una familia neoyorquina de renombre pero económicamente arruinada, así que tuvo que buscarse la vida desde su adolescencia. Trabajó en un banco, en la granja de su tío y ayudó a su hermano a tratar de resucitar la empresa familiar con resultados estrepitosos, así que en 1839 se enroló en un barco mercante y pasó cinco años viajando por el Pacífico. Fue a su regreso cuando empezó a publicar sus primeras obras, que le reportaron algunos beneficios económicos. Estos ingresos no tardaron en mermar y Melville se postuló como cónsul en Florencia. Al ser rechazado, aprovechó su último cartucho y, a través de un viejo amigo, consiguió un empleo como inspector de aduanas en Nueva York en 1866. Allí pasó 19 años, hasta su jubilación, cobrando cuatro dólares al día trabajando seis días a la semana, sin ascensos ni promoción interna. Se jubiló en 1885 y pasó sus últimos años escribiendo una novela, Billy Budd, que dejó inacabada al morir.

Jaime Gil de Biedma: abogado

Para muchos de los que lo conocieron, Jaime Gil de Biedma (1929-1990) no fue poeta, sino abogado. Trabajó durante toda su vida en la Compañía de Tabacos de Filipinas, que le llevó a pasar largas temporadas en Manila, con una doble vida: frío trabajo burocrático durante el día, y expediciones a los bajos fondos de noche. Esta dualidad es uno de los temas centrales de sus diarios, publicados en 2015, y que desvelaron muchos aspectos de la personalidad de este rebelde de la literatura española.

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Sobre la firma

Carlos Primo
Redactor de ICON y ICON Design, donde coordina la redacción de moda, belleza y diseño. Escribe sobre cultura y estilo en EL PAÍS. Es Licenciado y Doctor en Periodismo por la UCM

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