Apoyar a Italia
Reforzar la solidaridad es un deber de justicia de toda la Unión Europea
Los italianos han experimentado en los últimos tiempos algunas graves decepciones por la escasa dimensión y celeridad de la solidaridad europea con sus problemas. Es tarea de todos acabar con esa percepción, anclada en la realidad, como ha urgido el presidente francés, Emmanuel Macron, porque amenaza con decantar a un fundador de lo que es hoy la Unión Europea hacia la demagogia populista, hacia perfiles antiliberales, como los que gobiernan ya, por ejemplo, en Hungría.
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Volver a trenzar la solidaridad en Europa es un deber. Apoyar a los italianos —a quienes les ha tocado afrontar distintos reveses de gravedad— se plantea como una cuestión de justicia. Corresponde a los compromisos fundacionales de la Europa comunitaria y debe redundar en favor del progreso compartido. Italia fue desatendida, primero, durante la crisis migratoria. Cuando en 2015 el intenso flujo de refugiados de zonas de guerra de Siria e Irak llegó a territorio europeo, a través de Turquía, y tras desabridas e insolidarias reacciones de algunas fuerzas, se arbitraron medidas —algunas muy discutidas— que frenaron el movimiento, aunque no los resortes xenófobos que su carácter súbito y masivo había desencadenado.
Entonces el corredor mediterráneo oriental cedió protagonismo al central, sobre todo desde Libia y por mar. El año 2016 marcó su punto álgido. Y aunque las medidas enérgicas —y también discutidas— del Gobierno de Matteo Renzi lo redujeron sensiblemente, el aprovechamiento del fenómeno por la Lega, nacionalista y cada vez más ultra, no cedió. El Gobierno bipopulista de Matteo Salvini y el Movimiento 5 Estrellas se benefició del desplome de las llegadas, pero capitalizó cruelmente los lamentables episodios de Lampedusa y la paralización de barcos de las ONG que rescataban del mar a centenares de fugitivos. Todo eso sucedió ante la parálisis de los Gobiernos e instituciones europeos, que dejaron desvanecer su embrión de política migratoria, el reglamento de Dublín y las cuotas por países dictadas por Bruselas y siempre incumplidas. Aquella herida todavía supura en forma de euroescepticismo y potencia los movimientos ultras italianos. Y ha sido reabierta en los primeros compases de la actual crisis sanitaria.
El paquete financiero lanzado en el Eurogrupo y cuya ampliación a un verdadero Plan de Reconstrucción acaba de obtener respaldo en la cumbre de los 27 deberá, entre otras cosas, evitar —por tamaño y celeridad— que los ciudadanos de la república transalpina sufran una tercera frustración, que sería difícilmente reversible. Cierto que las instituciones de la UE ostentan competencias limitadas en todos esos asuntos, muy globalizados. Pero nada les impide lanzar iniciativas, explicarse y desarrollar una política de proximidad (no de mercadotecnia) que vaya más allá de la retórica y los despachos. El diálogo directo y el apoyo presencial son indispensables para trenzar las complicidades mínimas, obvias y urgentes.
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