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Columna
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La burla nihilista

El discurso irracional triunfa pero, paradójicamente, somos señalados como enemigos de la libertad quienes defendemos la necesidad de un cambio

Elvira Lindo
Póster de la película 'Contagio'.
Póster de la película 'Contagio'.Warner Bros

No pocas veces me ha ocurrido que he caído en la cuenta de lo que significaba una frase, un libro o una mera situación que se me antojaba extraña, tiempo más tarde, cuando la experiencia me abría los ojos y era capaz de ver con claridad lo que un artista o la propia realidad me quería expresar. El ejemplo más reciente de ese entendimiento retrospectivo lo he vivido con la película Contagio de Soderbergh, y creo que esta revelación es común a mucha gente porque la película se ha convertido en el éxito del confinamiento, después de nueve años de su estreno. Siendo como es una película rigurosamente científica, inspirada en la epidemia de la gripe A y con el primoroso asesoramiento del epidemiólogo Larry Brilliant, intento imaginar mi reacción como espectadora si la hubiera visto en una sala hace una década. Para empezar, la hubiera situado en el género distópico, tan recurrente en los últimos tiempos, cuando no es así, y algunas imágenes, que de tan precisas parecen abstractas, se me hubieran pasado por alto. La película, entonces, no tuvo demasiado éxito, tal vez por esto en lo que ahora caigo: la colocábamos en un género, el de la ficción apocalíptica, que nos impedía reconocer su verdad. En los momentos finales de la historia, el director nos resume con imágenes el viaje del virus: un bosque deforestado, un murciélago buscando otros árboles, sobrevolando una granja de cerdos en Hong Kong; el cerdo infectado en el mercado, y de ahí, al restaurante donde una americana disfruta de la cocina oriental. La joven regresa a Estados Unidos sobrellevando un constipado que cada vez le hace sentirse peor. Por el camino, mantiene relación con un examante, y comparte espacio y superficies —tarjeta de crédito, móvil, barra de apoyo en el autobús— con desconocidos. Va dejando el rastro de su mal. Viaja, como viaja el murciélago, dejando la impronta del virus zoonótico.

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Cuando desde estas páginas nos explicaba el divulgador científico David Quammen el proceso de una pandemia anunciada nos provocaba el mismo estupor que Contagio. Reproducía, con otras palabras, la vieja frase de Larry Brilliant: “No es si esto va a suceder, sino cuándo va a suceder esto”. La pregunta que, con todo derecho, podemos hacernos los ciudadanos ahora es cuál ha sido la causa de tanta desinformación. Hay quien inventa teorías conspiranoicas, pero creo que las razones son más pedestres: la tozuda falta de altas miras, tan habitual en la clase política; el no prestar atención a una amenaza que no tiene fecha fija y, por supuesto, el continuar con esa inercia destructiva que empuja a invertir en defensa para la guerra y no en defensa para la salud y la habitabilidad del planeta.

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Incluso ahora, que los coronavirus han entrado en nuestra vida por la puerta grande, hay quien se burla de la conexión que se establece entre una pandemia y la intervención humana en el medio ambiente. Nos tildan de cursis a aquellos que pensamos que la relación del ser humano con el medio ha de cambiar, o de fanáticos de algún tipo de secta que atribuyen a la naturaleza una voluntad de revancha. Incluso afirman, en su afán de ridiculizar la conciencia ajena, que personalizamos la naturaleza, como si esta respondiera a un pensamiento y pudiera expresar rencor. Nada más lejos de cualquier mente racional. Ecologistas o medioambientalistas no son esos idiotas que definía Ronald Reagan como abraza-árboles. Esa burla nihilista a quienes expresan la necesidad de un cambio para prevenir males mayores obedece a un tono trumpero, bolsonaresco.

Por lo demás, hay más virólogos amateurs en España de lo que podíamos pensar. Sin necesidad de haber estudiado saben, a ciencia cierta, que en la falta de previsión sanitaria no intervinieron las políticas codiciosas que privatizaron, esquilmaron lo público y expulsaron a los jóvenes científicos de nuestro país. El discurso irracional triunfa, pero, paradójicamente, somos señalados como enemigos de la libertad quienes defendemos la necesidad de un cambio. El mundo al revés.

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Sobre la firma

Elvira Lindo
Es escritora y guionista. Trabajó en RNE toda la década de los 80. Ganó el Premio Nacional de Literatura Infantil y Juvenil por 'Los Trapos Sucios' y el Biblioteca Breve por 'Una palabra tuya'. Otras novelas suyas son: 'Lo que me queda por vivir' y 'A corazón abierto'. Su último libro es 'En la boca del lobo'. Colabora en EL PAÍS y la Cadena SER.

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