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Tribuna
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Miedo al miedo

El poder ha buscado controlar el temor, pero normalmente se le ha ido de las manos. La política y la civilidad de la democracia por lo común consiguen atarlo; soltarlo o jugar con él es de irresponsables

RAQUEL MARÍN

La pintura El triunfo de la muerte de Brueghel que guarda el Museo del Prado es un auténtico paisaje mental del pasado, pero sigue siendo motivo de una extraña atracción hoy para sus admirados visitantes. Pasan un tiempo mucho mayor ante ella que ante otras obras de la misma sala. A Rafael Sánchez Ferlosio le fascinaba. Poco misterio tiene porque sólo pinta una cosa, el miedo. Desde hace muy poco ya no nos resulta difícil ponernos en el cuerpo de quienes vivían, por ejemplo, en medio de una de las grandes pestes. En ese cuadro los ejércitos de esqueletos avanzan sobre gentes que no saben ni cómo oponerse a ellos ni adónde escapar. Ha llegado la Gran Niveladora y asistimos a su triunfo.

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Bocaccio sitúa el inicio de su Decamerón en la feliz y aliviada reunión de afortunados que han logrado escapar de ella en un entorno paradisiaco: un fresco y vivo jardín. Los diez afortunados se burlan y la burlan contando historias a la hora de la fresca siesta. Por el contrario, en la pintura de Brueghel se nos muestran hombres que caen derrumbados en el segundo que tardan en echar los dados sobre la mesa. Se han puesto a beber y jugar para olvidar, y allí mismo, en un instante, se les siegan sus vidas. El banquete se ha interrumpido de modo abrupto, igual que el juego. Los naipes caen bajo la mesa. Un esqueleto trae el siguiente plato: porta en una bandeja una calavera. Un caballero intenta en vano desenvainar la espada: con la muerte no se puede luchar. Mientras hilan o mientras trabajan, mientras cantan… la muerte a todos empuja hacia un ataúd inmenso al cual todos acabarán por entrar. Sonaron las trompetas y no hay piedad.

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El mundo que nos ha precedido tenía buenos motivos de miedo, por eso lo conocía bien, lo dividía en tipos y también los clasificaba por su orden. Está el simple miedo, pero con él coexisten el miedo pánico, el espanto, el temor, el terror, el pavor, el horror. Cada uno posee su campo semántico propio por buenas razones. El miedo que angustia no es el que hace verter lágrimas, ni tampoco el que deja petrificado es el mismo miedo que hace temblar. No es el mismo el miedo súbito que el que se mete fría y lentamente por los huesos.

El mundo que emerge de la Baja Edad Media es un mundo lleno de fuentes de fundado temor. La vida no estaba asegurada, la muerte era un fenómeno visible y constante, la enfermedad raramente se curaba, los desastres de fortuna acechaban en forma de incendios, robos, asaltos, inundaciones, rayos... y, por si esto fuera poco, la guerra era siempre de esperar. La guerra era sin duda lo peor porque todo lo juntaba. Sus aliados, la pérdida de cosechas, la carestía, el hambre y la peste campaban. Era el infierno en la tierra. Y abría sus puertas cada poco tiempo de tal modo que prácticamente ninguna generación humana se libraba de conocerla durante sus años de vida. Ha sido la compañera inevitable de la vida humana.

La dinámica es conocida: el rumor crece, llega el miedo y se busca un responsable que ha de pagar por todo

En realidad, el mundo ha dejado de ser apocalíptico hace bien poco, si es que verdaderamente lo ha dejado y no se trata tan sólo, esta nuestra larga paz, de una suspensión temporal de usos y costumbres. Las gentes que nos precedieron en la Edad Moderna vivían administrando prudentemente el miedo. Se educaban en él y lo conocían bien. Y la misma política era, y quizá aún no lo ha dejado de ser, un diestro manejo de él: el arte de mezclar amor, temor y disuasión. Todos padecían el miedo propio y se burlaban del ajeno. Disfrutaban con lo que pone los pelos de punta. Se divertían con la crueldad. Se parapetaron en murallas que adornaban con los trozos de cadáveres de cuya ejecución pública habían gozado. El miedo es lo que brilla tanto en las torres como en los garfios que frecuentemente las adornan. No eran para colgar dorados pendones.

El miedo presidía también las relaciones religiosas y los movimientos populares, sobre todo cuando, inopinadamente, se salía de su cauce. Hubo épocas de “gran miedo”. Nos avisa Montaigne de que el miedo trastorna el juicio, vuelve insensata a la persona más prudente y llega incluso a provocar alucinaciones. Momentos ha habido en que se ha apoderado de las gentes sin que ni los más bajos ni tampoco sus señores pudieran evitarlo ni ponerle coto. Se ha presentado y echado de la escena a todo lo demás. Cuando se ha vuelto la emoción prevalente, como en las grandes pestes, las guerras de religión, las hambrunas y los desastres, entonces ha buscado además chivos expiatorios. La dinámica es conocida: se instala el rumor, crece, se embola, adviene el miedo, se pierde el camino y comienza la búsqueda del responsable que ha de pagar por todo. Estalla la persecución de las víctimas que han de sufrir la hecatombe. Hay víctimas con muchos más boletos que otras: aquellas que se supongan siempre en la parte exterior del propio grupo, o que allí se las pueda colocar. Son los señalados como parte de la quinta columna de Satanás. Siempre son los mismos, los diferentes y las mujeres.

Las masas son ante todo sugestionables y harán cosas que los individuos ni osarían ni aprobarían

Un historiador enorme, Jean Delumeau, nos enseña casi todo lo que hay que saber sobre el miedo y cómo Occidente cayó bajo su dominio, el del diablo y su corte, en más de una señalada ocasión, al menos hasta los tiempos ilustrados, que nunca lo fueron tanto como nos parecen. Y los tiempos posteriores a Las Luces tampoco le han sido inmunes. Él se ha especializado en estudiarlo en una obra magistral, El miedo en Occidente. En realidad, nos dice, conocemos que existe el miedo de dos maneras: por su expresión visible y masiva y porque aparezca el señalamiento de víctimas. Si aparece un grupo al que se culpa de desastres odiosos, sepamos que es el miedo quien está ocupando la escena.

A veces el miedo es inoculado adrede y con crueldad para desviar la atención. A veces campa por su propia fuerza. En todos los casos es poderoso y él mismo temible. El poder ha buscado su manejo, asunto difícil porque normalmente se le ha ido de las manos. El miedo no es un perrillo obediente, es un lobo. Gustave Le Bon sabía bastante de esto. Las masas son ante todo sugestionables y harán cosas que los individuos que las componen ni osarían ni aprobarían. Cuando aparece, la emoción se contagia rápidamente. Al miedo nada le asombra aunque todo le desconcierta. Suspende cualquier reflexión. Es una respuesta que ha sido colocada demasiado dentro de nosotros. Vive agazapado por si resultara necesaria una respuesta extrema a la supervivencia. Es primo carnal de Argos. Hay que andarse con pies de plomo para no despertarlo.

Nada más sensato que detenerlo. La política y la civilidad de la democracia por lo común consiguen atarlo. Soltarlo o jugar con él es de irresponsables. Hay que tener miedo al miedo. Mantenerlo a raya. No darle canal. No señalar ni ayudar a que otros señalen. Es mucho más fácil despertarlo y que eche a correr sin freno que hacerlo regresar a su sitio y atarlo. Eso lo tienen que tener siempre escrito en letras de bronce tanto quienes nos gobiernan como aquellos que pretendan hacerlo. Cave canem.

Amelia Valcárcel es filósofa.

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