El momento de los destructores
Ya ha pasado, no hace mucho y bastante cerca, que quién pretendía destruirlo todo se ha presentado como el salvador
Siendo adolescente, Zeljko Raznatovic empezó robando bolsos en Belgrado, Luego, comenzó a ascender —o descender, según se mire— por la senda del delito con acciones cada vez más graves. Se aplicó a fondo y, de vez en cuando, pagó el peaje del encarcelamiento, una especie de medalla del honor en el mundo del hampa. Llegó a ser una de las personas más buscadas por la Interpol en los años ochenta. Cuando la sociedad yugoslava colapsó por la guerra, la mayoría de sus habitantes se enfrentaron prácticamente de la noche a la mañana a la desaparición del modo de vida que habían llevado. Lo sobrellevaron como pudieron y las circunstancias les permitieron. Dicen que el tiempo lo cura todo, pero una mirada a los Balcanes de hoy en día hace preguntarse cuánto tiempo es necesario y si alguna vez será suficiente.
En esa sacudida sin retorno de la normalidad, personas como Raznatovic vieron una increíble oportunidad para seguir expandiendo su negocio mediante el curioso método de pasar de ser un enemigo del sistema a formar una parte importante de él. Raznatovic montó un sangriento grupo paramilitar en Bosnia que asesinaba civiles al tiempo que le otorgaba cobertura, influencia política e inmunidad para sus negocios. Siguiendo el manual de jefe de la banda, en ocasiones, tomaba parte en las barbaridades y repartía el botín. La cosa le salió tan bien que repitió la operación en Kosovo y hasta bautizó su apodo al grupo: Los Tigres de Arkan. Pero la cosa le salió fatal a Serbia, el país al que decía amar tanto. Mientras los serbios se hundían en la miseria material y se convertían en los apestados de Europa, eran gobernados por un sistema mafioso que parecía indestructible.
Sin embargo, ahí estaba Raznatovic, o Arkan, multimillonario, inmune a las denuncias por violaciones de los derechos humanos, temido, popular y salvador. Hasta se casó con una famosa cantante de turbo folk; una indescriptible mezcla de tecno, ritmos balcánicos y tetas siliconadas que impulsaba el régimen serbio para levantar el ánimo, imposible de levantar, de sus ciudadanos. Raznatovic era una estrella. Al final, pasó lo que suele suceder. El poder y el dinero nunca son suficientes y a nadie satisface el reparto del botín. Arkan tuvo un final como en una canción de Loquillo y los Trogloditas: diez tiros a la puerta de un hotel. En realidad, fue uno a la cabeza y en el lobby. El hotel era suyo.
Raznatovic es un ejemplo extremo de una situación extrema, pero no tan inhabitual. Los momentos en que lo cotidiano se tambalea o simplemente desaparece y se buscan soluciones de urgencia contra la incertidumbre son excelentes oportunidades para que los destructores se presenten como constructores. Y para que lo inaceptable hasta un momento antes se vuelva aceptable y, a veces, atractivo. Un pirata informático con sus herramientas, un contrabandista con sus chanchullos o un totalitario con su desprecio a la libertad —por citar tres ejemplos— no se transforman de pronto. Eso, en los finales de las películas malas. Están ahí fuera.
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