El lugar de la ciencia
Ni la mejor institución científica puede investigar en antivirales y vacunas si no recibe financiación
Poca gente tiene dudas a estas alturas sobre el papel de la ciencia en la crisis pandémica. Fue la ciencia quien advirtió al mundo sobre el coronavirus, con resultados nefastos para el médico de Wuhan que tuvo la osadía de decir la verdad en el primer minuto. Es la ciencia la que está siguiendo la evolución del contagio, hasta donde se lo permiten los deficientes datos oficiales, y la que ha recomendado a los Gobiernos las extraordinarias medidas de confinamiento que ahora se propagan por el planeta como fuego por la paja. Fue la que previno contra la saturación de las unidades de cuidados intensivos, la que está ensayando bajo presión fármacos y cócteles antivirales, la que advierte sobre la preocupante situación de África, la que está investigando en antivirales y vacunas. Ese es el papel de la ciencia.
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Otra cosa es el lugar de la ciencia. Los Gobiernos tienen la obligación de apoyarse en ella, pero al final son ellos quienes tienen que tomar las decisiones cruciales. Ningún científico puede ordenar el confinamiento de la población, ni decretar dónde está el punto exacto de equilibrio entre la contención del virus y los evidentes daños económicos y sociales que provoca el cese de la actividad productiva. Ni la mejor institución científica puede investigar en antivirales y vacunas si no recibe financiación. Ayer mismo trascendió una bienvenida inyección de mil millones de dólares por parte de una agencia militar de Estados Unidos —es decir, de la Casa Blanca— y por el gigante farmacéutico Johnson & Johnson para estimular el desarrollo de una vacuna. Son los Gobiernos quienes toman esas duras decisiones y quienes pueden espolear la inversión privada en las investigaciones esenciales. La situación exige aparcar por un tiempo la política de brocha gorda y adoptar un estilo racional de gobernanza, nacional e internacional.
Los responsables políticos no pueden escudarse en una imaginaria “verdad científica” para justificar sus acciones, como tampoco puede la oposición utilizarla de forma tendenciosa. La ciencia se basa en un sistema de verificación incesante, concienzudo y hasta cruel con sus propias teorías. No hay una verdad científica, sino un proceso tenaz para acercarse a ella, un proceso evolutivo que no acabará nunca. La ciencia no es el oráculo de Delfos, sino un esfuerzo pertinaz para conocer el mundo y nuestra posición en él. Para que pueda funcionar necesita financiación, talento y transparencia administrativa. Los Gobiernos tienen un papel clave ahí. Después, deben escuchar a muchos otros sectores y gobernar con una actitud ilustrada.
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