Sin Madrid
Cinco millones de madrileños –nacidos o adoptivos, putativos o viajeros— nos hemos tenido que encerrar en nuestra respectiva buhardilla hasta que pase la peste
El inmenso carruaje de piedra quedó abandonado sobre el Paseo de Recoletos; dicen que la diosa frigia se encerró en un bar Alcalá arriba y que los leones se fueron en busca del oso que se emborracha toda la vida con las endrinas de un madroño. A la siguiente glorieta, hay quien vio a Neptuno tirar su tridente y ahogarse en la fuente hasta nuevo aviso… Y así, el caballito que equilibró Galileo frente al Palacio Real se ha quedado sin jinete, lo mismo el corcel de la Plaza Mayor que ronda sobre los adoquines buscando hierba porque el monarca de bronce que llevaba encima se ha escondido en una vieja tienda de gorras y sombreros. Por la alarma y la emergencia, por miedo al contagio y saturación de los sueros y camastros en todos los hospitales más de cinco millones de madrileños –nacidos o adoptivos, putativos o viajeros— nos hemos tenido que encerrar en nuestra respectiva buhardilla hasta que pase la Peste.
Quedarse sin Madrid suena a pecado. It´s a sin tener siempre tan cerca al parque de El Retiro y no caminarlo diario con el callado soliloquio de las ilusiones que limpian culpas, como pecado es no visitar el Museo del Tren en Delicias e imaginar viajes en sepia a una época de atrevidos besos, allá hace un siglo cuando el cólera también agrió los estornudos ajenos. Es pecado no poder degustar un caldo hirviente en la barra de la antecámara de Lhardy como un Galdós o pedir la mesa de siempre, mantel a cuadros rojos, en Casa Salvador y probar siempre por primera vez la sopa de cocido que pone San Fernando en el plato, en el mismo rincón donde comieron Hemingway y Ava Gardner y es un pecado imperdonable no poder alfombrar con claveles la Gran Vía y que el Cascorro haya dejado abandonado un bidón de gasolina en su pedestal, tan cerca de donde Agustín Lara se esfumó en sombra en Lavapiés.
Ahora que no se puede, echo de menos el rosario de quienes se enredan más que las persianas para responder a las preguntas más simples y extraño el coloquio de imbecilidades en cuanto un puñado de viajeros de autobús externan –en voz alta y al unísono—sus teorías del todo y nada. Ahora que la han vedado dan ganas de ver el amanecer en la plaza de Malasaña o abrazar al primer paseante que se me cruce por el parque del Oriente. De aquí a dos semanas o dos meses, anclado en párrafos de soledad y de silencio, el ermitaño queda obligado a imaginar lo que se daba por hecho: estornudar en el silencio de la Biblioteca Nacional sin la condena inmediata de la cuarentena o toser en el vagón del Metro que está por entrar en Bilbao sin que el resto del gremio se aparte con terror. Se alargarán los días soñando o imaginado que nos llevamos las manos a la cara, apretando las mejillas por el asombro inconcebible que ha producido un gol de chilena en el Bernabéu o que acariciamos el párpado de un ojo amado en la oscuridad del cine Renoir o que le pasamos la yema del dedo por la punta de la nariz a la hermosa niña que lleva gafas a los tres añitos que no se cansa de reír al Sol.
Cuelga en el Guggenheim de Bilbao un hermoso cuadro del pintor José Manuel Ballester donde ha intervenido el entrañable lienzo de Diego Velázquez que conocemos como Las Meninas. Parece profético: Ballester clonó a Velázquez sin personajes. Se concentró en el espacio vacío, en la perspectiva y la luz, la profundidad y los ángulos de la vista misma, pero sin reproducir a la Infantita que está a punto de tomar un chocolatito en tacita de barro novohispano, ni en la enana Maribárbola, ni el perro ni el duende, ni los Reyes en el espejo, ni el misterioso hombre del fondo que parece que entra porque en realidad se está yendo. En el cuadro de Ballester ya no figura Velázquez y lo tituló Palacio Real quizá sin imaginar que llegaría un viernes 13 de un año bisiesto con otra pandemia que azota al mundo en año 20, como hace un siglo y como hace dos y tres… Lo real –no de realeza, sino de realidad—que nos hiela hoy la piel y nos agria la saliva, aquí donde no hay nadie y sin embargo, estamos todos; lo real del miedo y la facilidad del contagio de un gripe que también puede matar. La terrible realidad de que se velaran todas las pinturas que nos llenan la vista o se borraran los párrafos de tantas novelas que nos constituyen. Ya me había llegado un ingenioso meme de La última cena de Leonardo Da Vinci sin comensales en cuanto declararon cerrada Milán y luego, Italia entera, quizá como aviso de lo que nos espera o como broma para reírnos de toda cuarentena, pero el cuadro de Ballesteros es una impresión fotográfica sobre lienzo que ahora no se puede contemplar en Bilbao porque han cerrado el Guggenheim pega en la conciencia como un aviso del porvenir: el Palacio Real donde vivimos es mucho más frágil de lo que imaginan los demagogos y los políticos. En la realidad palpable donde Velázquez se pintó a sí mismo para vernos directamente a todos, no queda nadie ni nada a su alrededor. Es de risa. A mí me hizo llorar.
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