Hijos de Safo
Incapaz de encarar la cuestión migratoria, la Unión Europea sigue ensimismada en una suerte de tragedia griega. Lesbos, lugar natal de la poeta, es el centro del tablero de juego político para los refugiados
En estas últimas semanas hemos empezado a familiarizarnos con estampas que hasta hace poco nos habrían parecido insólitas: céntricas calles y lugares turísticos emblemáticos sin un alma, tanto en Europa como en Asia. Quienes llevan más tiempo en rigurosa cuarentena, confinados en sus domicilios, dicen sufrir insomnio, angustia y un opresivo aislamiento por ver coartadas su movilidad y sus rutinas, carcomidos por la incertidumbre. De repente, la amenaza de contagio global, según ha declarado Tedros Adhanom, director general de la Organización Mundial de la Salud, nos ha sacudido devolviéndonos la imagen de un mundo tan interdependiente y globalizado como vulnerable: el mero hecho de que un país no cuente con un sistema sanitario robusto entraña serios peligros para los demás. La solidaridad, pues, se revela nítidamente como una necesidad, incluso ya por puro egoísmo, y como la medida —si es preventiva, mejor— más efectiva: si tú no estornudas, yo no me resfriaré.
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Sin embargo, otra fotografía reciente ha capturado mi atención: la de una vieja furgoneta con el letrero de “biblioteca móvil” pintado en la carrocería, en el campo de refugiados griego de Malakasa. Su color azul pastel destaca entre el blanco de los barracones prefabricados al fondo, que se tienen en pie uno contra otro, mientras dos personas leen junto al bibliobús, sentadas a una mesa. El logotipo en las puertas traseras —ECHO— indica que se trata de una ONG que, desde 2016, recorre los campos más o menos próximos a Atenas para mitigar su apremiante tiempo de espera, en ese tapón que se ha creado en torno a las solicitudes de asilo.
Si la infraestructura actual en Grecia puede procesar 20.000 peticiones al año, se prevé que su número en diciembre alcance la cifra de 90.000. Mientras más de la mitad de los menores en esta situación ni siquiera van a una escuela, la UE, incapaz de encarar la cuestión migratoria en el siglo XXI, sigue ensimismada en una suerte de tragedia griega, petrificada ante un dilema moral en torno a un fenómeno muy complejo. Esta no deja de ser la esencia de la paradoja liberal: la información, el capital y los bienes circulan de un modo que no pueden hacerlo los individuos. ¿La asistencia a los refugiados no debería haber encontrado ya un encaje conforme a los supuestos estándares éticos del Viejo Continente? Europa, con los reflejos menguados, se limita a aplicar parches, atascada en un esquema concebido a mediados de la década de los noventa, cuando sus preocupaciones se centraron sobre todo en la economía con la mirada puesta en una moneda y un mercado comunes.
Un libro remite a hogar. Cuando se vive el repudio en primera persona, una biblioteca supone incluso algo más que un lugar de acogida. No distingue, no discrimina. En parte, porque la literatura la han escrito también renegados, proscritos, exiliados, perseguidos, emigrados, prisioneros, vigilados, hostigados o desterrados. Pienso en autores tan dispares como Ovidio, Pushkin, Benjamin, Tsvietáieva, Kadaré, Dante, Kertész, Mann, Dovlátov, Machado, Rushdie, Zweig, Ajmátova, Chukóvskaia, Wilde... Cuando dos completos desconocidos se encuentran, al margen de cómo los definan sus pasaportes, pasan a ser compatriotas con una “lengua y país comunes”, si tienen el privilegio de compartir el hábito de la lectura. El título más prestado por ECHO —entre los varios centenares de un catálogo que aglutina una decena de lenguas— es el diario de Anna Frank. La iniciativa de esta organización viene a confirmar la larga tradición de las bibliotecas como baluartes de los derechos humanos.
Cuando se vive el repudio en primera persona, una biblioteca supone incluso algo más que un lugar de acogida
En una Grecia convertida en tablero de juego político con los refugiados como fichas, esta biblioteca itinerante recuerda los templos consagrados a Asclepio, dios de las curaciones e hijo de una mortal, Coronis. A esos santuarios acudían los enfermos para someterse al ritual sanador de la enkoimesis, o incubación. Esta misma función cumplen los libros que, lejos de lo que a veces se pueda pensar, no han de ser un lujo en ninguna coyuntura. Leer no es una huida de uno mismo, sino una evasión indispensable —y reparadora— para recobrar la vida interior, pues favorece el intercambio entre el mundo psíquico y el exterior.
Por lo pronto, estas “crisis migratorias” —denominación que otorga un carácter temporal a procesos en realidad sostenidos en el tiempo, con causas cada vez más complejas— han provocado fricciones entre los países miembros y encontrado acomodo en los programas electorales de la ultraderecha, pronta a enarbolar la bandera del miedo a “lo diferente”, como si se tratara de un virus exótico para el cual careciéramos de defensas. Al parecer, desconocen una potente vacuna contra ese temor llamada Humanidades.
Europa se limita a aplicar parches, atascada en un esquema concebido a mediados de los noventa
En una de las conferencias incluidas en Migración e intolerancia (Lumen, 2019), Umberto Eco explicó el racismo como una reacción natural ante la diversidad: “Nace de la proximidad ante alguien que es casi igual a nosotros, salvo por un detalle. El racismo nace de un ‘casi’ y a partir de ese ‘casi’ prospera”. Las conclusiones que arroja uno de los estudios más recientes sobre la imagen de los inmigrantes y los refugiados en los medios de comunicación (Leuven University Press, 2019) apuntan a que estamos sobreexpuestos a lo que Eco llama la “mirada distanciada”, que propicia opiniones sobre el tema tratado exclusivamente desde el punto de vista de “invasión”, “costes” y “seguridad”. En los reportajes y artículos analizados destaca, en primer lugar, la excesiva presencia de declaraciones de políticos; después, de los expertos; y, a título testimonial, casi como una nota al pie, la de los propios refugiados. Aparecen fundamentalmente como cuerpos sufrientes, hacinados en campos, alcanzando desesperados la costa, o, si corren peor suerte, flotando inertes en el mar. Estas violencias padecidas —la de la última etapa de su viaje y la del limbo burocrático— eclipsan la causa que motivó la partida de su lugar de origen, ya sea bélica, climática, económica o sexual. Por eso, ver de repente a unos refugiados absortos en la lectura, ni que sea por unos instantes, rompe ese círculo vicioso de imágenes derivadas en estereotipos, que los priva de individualidad y dificulta esa “compasión genuina” de la que habló Hannah Arendt, “cuando los sufrimientos de los otros nos afectan como si fueran contagiosos”.
Jean Ziegler, en Lesbos, la honte de l’Europe (Seuil, 2020), cita datos que invitan a la reflexión. En la actualidad, el gasto total invertido en el desarrollo de lo que los eurócratas llaman “tecnología fronteriza” asciende a 15.000 millones de euros y, en 2022, esta suma se incrementará casi el doble. Todo esto, concluye, para el beneficio de la industria armamentística y a expensas del contribuyente europeo. Lesbos, recordemos, fue el lugar natal de Safo, ese genio musical que consagró su vida a componer poesía lírica. Sin duda, dos milenios y medio después, observaría con desagrado el creciente militarismo, con la sensibilidad de quien cultivó el arte de la urbanidad. En Si no, el invierno. Fragmentos de Safo, en versión de Anne Carson y Aurora Luque (Vaso Roto, 2019), se citan estos versos: “Unos hombres dicen que una tropa a caballo / una tropa de a pie / una escuadra de naves / es la cosa más bella sobre la negra tierra. / Mas yo digo que es lo que tú amas”. Unos versos salvados por refugiados, entre otros, del malogrado imperio bizantino, que los llevaron a Italia. Europa, al parecer, ha olvidado su pasado como continente de refugiados.
Marta Rebón es escritora y traductora.
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