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Tribuna
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La seducción del olvido

El éxito de la ultraderecha no está en sus oradores, sino en lo que los oyentes pueden al fin expresar

Marta Rebón
Escena de la película 'Longa noite', cedida por la distribuidora NUMAX.
Escena de la película 'Longa noite', cedida por la distribuidora NUMAX.

El cuerpo humano parece tener un error de diseño: nuestros oídos no están provistos con un sistema de protección similar a los párpados, como los ojos, para bloquear el paso de palabras nocivas. Será así porque es el sentido que, aun dormidos, puede salvarnos de un peligro. El reverso oscuro de esta función vital es que estamos continuamente expuestos al efecto erosivo de ciertos discursos. En especial a los que lanza la ultraderecha, una de cuyas tretas es, precisamente, la provocación mediante el lenguaje. Con cada mentira disfrazada, exabrupto o invectiva, los límites de lo éticamente soportable se ensanchan. Antes de dar el siguiente paso, sondean el umbral de aceptabilidad, y, si detectan la guardia bajada, conquistan otro palmo de terreno ante la impasibilidad general. Como hace poco recordaba Carolin Emcke en Barcelona, los partidos de esta ideología no buscan el debate, sino la visibilidad. Tratan, así, de que la cuerda del consenso, llevada al límite de tensión con su discurso del odio, se rompa por alguno de sus puntos más débiles.

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Una buena razón para leer lo que ocurre en otros lugares es que la distancia geográfica nos permite emitir juicios más ponderados, sin caer en las justificaciones tramposas que a veces nos ciegan cuando tratamos algo que nos atañe por proximidad. Vemos la paja en el ojo ajeno. Lo que en nuestra casa nos pasa inadvertido en la del vecino nos salta a la vista. En el caso del giro patriótico que se da en varios países de Europa (aunque no solo), sorprende constatar que se repite un patrón tan simplista como efectivo. En Por las trincheras (Península), el escritor alemán Navid Kermani relata un encuentro en Cracovia con el poeta Adam Zagajewski, que le comenta con hastío que la nueva derecha apenas ofrece retazos de una visión del mundo, por lo cual manifestarse contra ella incluso requiere poco mérito intelectual.

Antes de ir a Polonia, Kermani ha asistido a un acto de Alternativa para Alemania (AfD) en Schwerin, situada en lo que antaño fue la RDA, donde la población, que tuvo menos contacto con la emigración, brinda más apoyo a esa formación. El orador encadena una generalización burda tras otra sobre los partidos tradicionales, los medios de comunicación, los refugiados y el saqueo de los servicios públicos por parte de los inmigrantes, y recalca que ellos, el público asistente, son víctimas de la clase política, de los extranjeros y de los burócratas de Bruselas. Una canción parecida a la que oímos ahora por aquí, pero en alemán. Cuando los espectadores intervienen, Kermani entiende el éxito de AfD: “No es lo que sus miembros dicen, sino lo que los asistentes pueden al fin expresar”, que no es sino el miedo a salir perdiendo en su propio país, la nostalgia de un etéreo sentimiento de comunidad o la rabia de no participar de la prosperidad prometida.

La memoria histórica es, en esencia, una voluntad de escucha movilizadora

Entre los campos de batalla predilectos de la ultraderecha está la memoria histórica. Dicen que echar la vista atrás reabre heridas, pero no dudan en acudir al pasado para rescatar mecanismos de manipulación muy viejos. La presencia del pasado en el presente conlleva una tensión, y la reacción que esta despierta depende de la sensibilidad y la empatía de cada cual. La edad también es un factor fundamental, pues las razones para el olvido de abuelos y de padres —en todas sus variantes— pueden no convencer a hijos y a nietos. No se puede forzar a olvidar, en suma, para tranquilidad de una parte. Lo cuenta Géraldine Schwarz en Los amnésicos (Tusquets), un ejercicio de comprensión de los mitlaüfer —esa mayoría silenciosa que durante el nazismo seguía la corriente y miró a otro lado, ya fuera por ceguera, oportunismo, estupidez, cobardía o fascinación— mediante el examen del caso concreto de su familia.

El problema, cuenta, es que, perdida la guerra, todos pasaron a sentirse víctimas, motivo por el cual eran tan renuentes a querer entender por qué se apoyó, de manera activa o pasiva, a un Gobierno genocida. Solo a finales de los años sesenta, empujados por una ola de protestas de jóvenes que necesitaban romper con esa herencia, se inició un acto de honda contrición. Si no se mira el pasado con valentía moral, apunta Schwarz, las democracias se vuelven más vulnerables a los extremismos.

Por eso son tan valiosas películas como Longa noite, de Eloy Enciso, ambientada en una Galicia de la posguerra, brumosa, mítica y goyesca. Al encuentro de un viajero que vuelve a su pueblo natal salen personajes de un país sumido en la larga noche franquista. Sus diálogos componen un collage de textos de nuestra memoria literaria y de cartas de detenidos —estas aportan un emocionante carácter documental—, que resuenan con pasmosa actualidad. Reconocemos patrones mentales, miserias, miedos, abusos, recelos —a veces, también una admirable dignidad—, que suscitan en el espectador más de una sonrisa helada, por haber oído en fecha reciente algo parecido en la calle o por televisión. Filmada con una fotografía delicada, los diálogos apuntan a algo que sobrevivió a los dueños de esas palabras: el silencio impuesto con la excusa de que “si queremos avanzar, no debemos remover el pasado”. Pretextos que no son sino la antesala de esa amnesia crónica en la que se olvida incluso el olvido. Imposible que, en ese terreno baldío, la democracia hunda fértilmente sus raíces. La memoria histórica es, en esencia, una voluntad de escucha movilizadora.

Marta Rebón es escritora y traductora.

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