Malos augurios
Boris Johnson inicia con amenazas el diálogo sobre el futuro UE-Reino Unido

Las negociaciones entre la Unión Europea (UE) y el Reino Unido para una futura relación bilateral, consumado ya el Brexit, empezaron ayer. Pero lo importante, más que esta fecha, son sus precedentes declarativos y los respectivos mandatos de negociación ultimados por ambas partes.
A tenor de todo ello se aprecia que Londres encara esta negociación concitando inmensas dudas sobre su buena fe; con salidas de tono inaceptables y planteamientos neoimperiales del todo rechazables. De modo que, más que obtener un acuerdo amistoso y mutuamente beneficioso, parece pretender irritar a Europa y que esta le centrifugue con viento fresco. Claro que esas no son maneras propias de la UE, ni su interés, por escaso margen que pueda haber para un pacto constructivo.
Es bueno tomar nota de la agresividad de Boris Johnson. No para replicarla; siempre es mejor la flema. Sino para ultimar los dispositivos —empezando por la disposición ciudadana— para encarar una indeseada ruptura salvaje, que Johnson parece propiciar. Sin embargo, no se puede obviar que en los prolegómenos de la negociación amenazó a los europeos con levantarse de la mesa si las conversaciones no abocaban para junio en indicios de pacto, o que su Gobierno haya desdeñado el Acuerdo de Retirada, por él firmado, según el cual habrá controles fronterizos entre Gran Bretaña e Irlanda del Norte.
Propagandistas del Brexit de toda laya invitan a la UE a tomarse en serio a su primer ministro. Pero no es serio quien antes de entrar a hablar amenaza. No lo es quien censura la presencia de periodistas en sus conferencias de prensa, como acaba de hacer. No quien pone en la picota al propio servicio de su radiotelevisión pública, la prestigiosa BBC. Tampoco quien fuerza la dimisión de su ministro de Economía porque se niega a que le dicten desde presidencia a sus colaboradores intermedios. Ni quien provoca que altos funcionarios de Interior denuncien ante los tribunales a su ministra por acoso laboral.
En cambio, sí es creíble su capacidad de convertir sus propias bravatas en actos desleales: como los golpes soterrados que propinó a su jefa, Theresa May; la traición a los unionistas del Ulster, a quienes dejó abandonados; o a la mitad de la ciudadanía partidaria de la permanencia en la UE, a quien —recién elegido— prometió tener en cuenta sus inquietudes sobre la retirada. Por no citar sus falsedades y engaños en la campaña del referéndum, como la de presentar la contribución financiera bruta del Reino Unido a la UE como si fuera neta.
Los negociadores europeos —siguiendo el mandato de los 27, firme pero flexible— han establecido que su actitud sobre la petición británica de amplio acceso al mercado interior dependerá del compromiso de Londres en mantener reglas comunes, ahora, y “a lo largo del tiempo”, de forma que evite entrar en competencia desleal. Londres, que su prioridad no es el comercio sino su “soberanía” en dictar leyes propias y los estándares laborales, medioambientales o fiscales de ellas, prescindiendo de los de la UE. No invocaría esa presunta soberanía quien no pretendiese utilizarla. Y, lógicamente, en contra de sus vecinos. ¿O acaso en contra de sí mismo?
O los europeos toman conciencia de que ambos enfoques son contradictorios, y de que la probabilidad de la ruptura final es muy alta, o se arriesgan a que el esfuerzo inútil los sorprenda y les conduzca a la melancolía.
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