Vía muerta
La disputa entre corrientes secesionistas solo se resolverá con elecciones
La primera reunión entre el Gobierno central y el de la Generalitat, celebrada esta semana, concluyó sin otro resultado que haber tenido lugar y ratificar el compromiso de mantener otros encuentros. Como balance político, es escaso para fundamentar ningún pronóstico acerca de si esta estrategia puede conducir a la solución de la crisis territorial en Cataluña. Pero también es escaso como para disparar las alarmas por la destrucción de la unidad territorial que, según la oposición, habría provocado desde el momento mismo de su adopción. La escenificación del encuentro fue equívoca, como también la de la anterior cita en Barcelona. Pero no tanto porque insinuara una relación entre iguales sino porque evidenció que, en relación con Cataluña, y ya sea en el palacio de La Moncloa o en el de la Generalitat, los espejismos inducidos por la comunicación política importan más que los contenidos reales de la negociación.
Los portavoces del Gobierno central no dieron cuenta de ellos al término de la reunión, ni tampoco los del Ejecutivo autonómico catalán. Unos y otros insistieron, por el contrario, en que todas las decisiones que se puedan adoptar en el futuro será en el marco de la seguridad jurídica. Lejos de proporcionar garantías de que esas eventuales decisiones tendrán como límite la Constitución y el Estatut, el uso y abuso de un concepto que, como el de seguridad jurídica, solo de manera remota tiene que ver con el contexto en el que está siendo invocado, incrementa la desconfianza hacia la naturaleza de estas reuniones.
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En un Estado de derecho, las decisiones que puede legítimamente adoptar el poder ejecutivo, sea central o autonómico, son las que corresponden al ámbito de atribuciones que tiene asignadas. Entre esas atribuciones no se encuentran las que reclama el presidente de la Generalitat, Quim Torra, referidas al derecho de autodeterminación, la amnistía para los condenados por imponer el programa de la secesión o la celebración de consultas populares con un alcance y unos fines diferentes de los previstos en el orden constitucional. Si de lo que se tratara en los próximos encuentros fuera de hacer posibles atribuciones reales o simbólicas semejantes a éstas, recurriendo a lo que la ministra María Jesús Montero llamó “soluciones imaginativas”, entonces la instancia adecuada para continuar no es una mesa entre Ejecutivos, sino el Congreso de los Diputados. Y ello, precisamente, por razones de seguridad jurídica.
Como se puso de manifiesto el pasado miércoles en Madrid, y ayer mismo en Perpiñán, la corriente del independentismo que el president Torra representó en el encuentro con el Gobierno central sigue enrocada en el unilateralismo y en el desprecio a la gestión de las instituciones autonómicas. La otra corriente, encarnada por Esquerra Republicana de Catalunya, mantiene la estrategia contraria para alcanzar los mismos objetivos.
La disputa entre estas dos corrientes no se resolverá hasta que los ciudadanos de Cataluña se pronuncien en las urnas, algo que no sucederá hasta que Torra lo decida, convocando elecciones, o hasta que el itinerario judicial de su inhabilitación lo precipite. En cualquiera de ambos supuestos, tanto él como su partido, Junts per Catalunya, están convencidos de que sus intereses electorales saldrán reforzados, y de que, entonces, podrán poner fin a la vía de diálogo recién inaugurada.
Son razones que no escaparon durante la reunión a ninguna de las partes, y que, a la espera de próximos encuentros, amenazan con llevar la crisis territorial en Cataluña hacia una nueva vía muerta, al menos momentánea. Con la única salvedad de que, aun sin la esperanza de alcanzar avances sustantivos, todas las fuerzas políticas que aceptaron sentarse a la mesa han quedado, para lo bueno y para lo malo, rehenes de ella.
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