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Columna
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Somos algo más que cifras

La justicia social no habla solo de lo que tenemos, sino también de cómo se nos trata

Máriam Martínez-Bascuñán
DIEGO MIR

Llegó la pandemia, y nuestros organismos de bienestar se afanan en coordinar los servicios sociales para atender a la ciudadanía. Y llegan también los eufemismos, esos “protocolos” con los que se nombra la manera en que nos tratarán ante la incertidumbre de una enfermedad que dicen desconocida. “Sistemas de vigilancia”, “procedimientos de actuación”, “extensión de la zona de riesgo”... son expresiones que completan esa sinfonía cacofónica, llena de generalizaciones y burocracia racionalizada. Todas ellas tratan de trasladar la idea de que los administradores públicos nos protegen con su control sistematizado. El Estado parece operar así sobre el cuerpo social como si fuera un objeto, como si no estuviera integrado por personas. Por eso tal vez sería interesante pensar en el coronavirus no ya tanto como riesgo o enfermedad, sino como una representación de la sociedad que somos, de nuestras aprensiones. Y también de cómo nos relacionamos con esas maquinarias estatales que se muestran siempre ante nosotros desde la abstracción de su autoridad burocrática.

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Como ocurre con la religión, son nuestros miedos y fantasías los que ofrecen en bandeja a los poderes públicos la tentación de imaginar a la población como una biomasa regulable mediante disposiciones sobre higiene, educación, demografía y cuidado del cuerpo, ese objeto diluido y alienado por la burocracia. Foucault lo llamó “el poder pastoral del Estado”, la aplicación de las viejas normas de la parroquia a los ciudadanos: los pastores cuidando de sus ovejas. En el fondo, el mito de la eficacia del Estado funciona también dentro de los parámetros de la creencia. Debemos tener fe laica en que sabrán resolver las crisis, una fe inevitable ante esa ausencia posible de alternativa que explicita nuestra carencia de poder, nuestra íntima naturaleza vulnerable. Vinculamos su eficiencia a una idea salvífica de la vida de inexcusable contundencia. Y comprendemos que somos fácilmente moldeables.

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La justicia social no habla solo de lo que tenemos, sino también de cómo se nos trata. Aprovechemos, entonces, esta pandemia como una oportunidad para observar de cerca, desde lo concreto, si realmente somos capaces de poner el sistema al servicio del cuidado. Porque lo que rige en abstracto, ese supuesto mecanismo racional que nos protege, tiene también otra cara que, sin esa ética del cuidado, menoscaba nuestra autoestima al recibir un trato paternalista, degradante o punitivo, cuando se culpabiliza o estigmatiza a quien, por su situación, no puede sino sentirse vulnerable. Si, en palabras de Butler, “nuestra vida está siempre en manos de otro”, esforcémonos al menos por no hablar solo de meras y frías cifras estadísticas.

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