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Columna
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El atroz legado de una revolución

La represión de la disidencia en Egipto dispara las alarmas. Miles de presos de conciencia languidecen en sus presiones, mientras la comunidad internacional –incluidos muchos países de la UE- corteja por intereses económicos y estratégicos a un régimen autoritario

María Antonia Sánchez-Vallejo
El presidente de Egipto, Abdelfatá al Sisi, dirigiéndose al Parlamento.
El presidente de Egipto, Abdelfatá al Sisi, dirigiéndose al Parlamento.AP

Cuatro años después de ser asesinado en Egipto, miles de pancartas colgadas de los balcones de la ciudad de Trieste siguen pidiendo justicia para Giulio Regeni, originario de la localidad italiana y que en 2016 fue desaparecido en El Cairo mientras investigaba sobre un tema en apariencia inocuo, pero más que sensible según el grado de exposición de las autoridades, o los cadáveres que oculten en el armario: el papel de los sindicatos egipcios. Su cuerpo fue hallado en una cuneta, con el cuello roto y las muñecas violáceas, pero nadie ha respondido del crimen porque Egipto da largas a la justicia italiana.

El triste sino de Regeni revive hoy en la detención arbitraria de otro joven con perfil similar: el egipcio Patrick Zaki, investigador de la universidad de Bolonia detenido hace semanas al regresar a El Cairo por -reza el pliego de cargos- activismo, convocatoria de protestas, difusión de noticias falsas e incitar a la violencia y el terrorismo. La organización de derechos civiles con la que colabora –y desde la que en su día se movilizó por Regeni- ha denunciado torturas.

Regeni y Zaki son la punta del iceberg de los 40.000 presos políticos del régimen de Abdelfatá al Sisi. La mayoría son hijos putativos de la revolución que derrocó a Mubarak; un impulso de libertad y democracia hace tiempo necrosado. La sola diferencia entre los citados y el resto anónimo estriba en el respaldo -y el altavoz- de opiniones públicas sensibles a cualquier abuso.

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Nada de lo que goce la masa confinada en las mazmorras de un régimen al que Occidente corteja y beneficia por intereses palmarios (y a cuyo cerrojazo, huelga decirlo, también contribuye por inacción u omisión): por razones geopolíticas, como el muro de contención ante el caos libio y la emigración hacia Europa, o por la necesaria estabilidad de la región, que cualquier traspié o titubeo del país del Nilo socavaría.

Grecia y Chipre apuntalan la autoridad del mariscal que llegó al poder mediante un golpe de Estado por intereses energéticos: el gran botín del gas en el Mediterráneo oriental. Italia, pese al caso Regeni, ha mantenido e incluso intensificado sus lazos económicos (el yacimiento de Zohr, en manos de la petrolera Eni). España, que en 2013 suspendió la venta de armas tras el golpe, reanudó luego sus exportaciones. Y EE UU, con pinza en la nariz o sin ella –más probablemente lo segundo-, regala los oídos de Al Sisi como socio preferente. El único hiato entre Washington y El Cairo fue el mandato del primer presidente elegido democráticamente, el islamista Morsi. Con la vuelta de los militares al poder, volvió la luna de miel.

Intereses económicos o estratégicos versus derechos humanos: a esta dicotomía excluyente parece reducirse en muchos países ese ejercicio de equilibrismo llamado alta política. Egipto es pieza clave en el concierto oriental y euromediterráneo, pero no a cualquier precio.

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