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Tic, tac
Columna
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Precisión y castigo: por qué deberíamos reconciliarnos con la impuntualidad

No se enfade. Si el conductor le trae la cena más tarde de lo que indica la ‘app’, la culpa no es del tráfico, sino de su concepción imperialista del tiempo

Un fotograma de 'Mary Poppins'. ¿Es el almirante Boom una metáfora del imperialismo? Decídalo usted.
Un fotograma de 'Mary Poppins'. ¿Es el almirante Boom una metáfora del imperialismo? Decídalo usted.Foto: Getty
Carlos Primo

Uno de mis relojes favoritos es un Seiko automático que un día apareció en el escaparate de una joyería de barrio. La joyera me dijo que lo había encontrado en el fondo de un cajón donde debía llevar 40 años. “Es posible que se retrase un poco de vez en cuando, pero es un reloj buenísimo”, me dijo. Me quedé pillado pensando en esa paradoja. Sobre todo porque es verdad; los relojes automáticos se cargan con el movimiento natural del brazo, así que, si uno lo deja un par de días en la mesilla, tarda algo de tiempo en ponerse a tono. Desde que lo utilizo, cuando miro la esfera, sé que la hora que marca es aproximada. Y, curiosamente, no me parece tan mal. Esa pequeña inexactitud, esos minutos perdidos, tampoco importan tanto. Y la exactitud, por otro lado, siempre me ha puesto un poco nervioso.

Hace poco escuché al presidente de una relojera defender que algunos modelos mecánicos, que no son automáticos y exigen que se les dé cuerda a diario, generan “una relación interesante con su dueño”. La cuestión no carece de guasa, ¿por qué gastar varios miles de euros en un reloj humanodependiente cuando cualquier modelo de cuarzo –es decir, con pila– funciona mejor? Posiblemente tenga que ver con que la mecánica, en el fondo, es algo más cercano a la piel que lo digital, por mucho que las pantallas táctiles de los móviles parezcan empeñadas en parecer animalitos.

En cualquier caso, yo quería contar esta historia para hablar de la resistencia heroica frente a la precisión. En Mary Poppins salía un personaje fascinante, el Almirante Boom, que desde la azotea de su casa victoriana marcaba las horas con salvas de cañón. “El mundo se rige por el horario de Greenwich, y Greenwich por el del almirante Boom”, explicaba Dick Van Dyke a los niños Banks. Yo, niño que sincronizaba el Casio con los pitidos de la radio, no comprendía dónde estaba la gracia. No entendía lo de Greenwich porque no sabía que, hasta el siglo XIX, por ejemplo, la hora de Londres no era la de Plymouth o la de Oxford. En Inglaterra decidieron acabar con este coffee for everyone porque los desfases eran incompatibles con los horarios de los trenes, pero el proceso fue lento.

En 1842, un cristalero llamado Abraham Follett Osler recaudó fondos para erigir un reloj en el ayuntamiento de Birmingham con el único fin de colarse en él de noche para sincronizarlo con la hora de Londres. Todavía no tengo claro si fue un héroe del progreso o el hombre que acabó con la magia para siempre, pero me acuerdo de él cada vez que me impaciento porque el taxi tarda un minuto más de lo que indica la aplicación o Google Maps me lleva por una ruta secundaria que (¡oh!) me hace perder 27 segundos. En esos momentos de estupidez profunda, un reloj que renquea un poco es la mejor cura de humildad que uno puede tener a mano. Un bofetón también, pero duele más y no es ni la mitad de bonito.

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Sobre la firma

Carlos Primo
Redactor de ICON y ICON Design, donde coordina la redacción de moda, belleza y diseño. Escribe sobre cultura y estilo en EL PAÍS. Es Licenciado y Doctor en Periodismo por la UCM

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