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Tribuna
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La doctrina de la vida saludable

El ciudadano tiene que elegir entre esa ‘vida alta’ y la ‘hibernación’que nos procurará una vida larga

Jordi Soler
Un grupo de personas camina por una localidad del noreste de Inglaterra.
Un grupo de personas camina por una localidad del noreste de Inglaterra.PAUL ELLIS (AFP)

Tique es una divinidad que nos sugiere, a los habitantes del mundo industrializado del siglo XXI, que frente al azar y la fortuna estamos tan desamparados como los antiguos griegos, que la concibieron hace miles de años. Tique es una mujer que juega nerviosamente con una pequeña pelota; más que un personaje mitológico es una abstracción y en algunas representaciones tiene alas y es muy joven, casi una niña, y a veces lleva un cetro y una venda que le cubre los ojos. Tique no mira, a causa de la venda o porque va distraída jugando con la pelota, dos circunstancias de especial gravedad en ella porque su quehacer es distribuir el azar entre las personas, cosa que hace, como queda claro, de forma irresponsable: sin atender a quién favorece y a quién condena. Tique era la representación del azar en la antigua Grecia y haríamos bien en conservarla para que no se nos olvide que en este siglo nuestro, tan lleno de seguridades y de portentos tecnológicos, esta niña irresponsable sigue disponiendo de nuestra suerte.

Pensé en Tique, hace unos días, cuando leía un viejo artículo, de llamativa actualidad, que escribió José Ortega y Gasset hace casi 100 años; el filósofo se quejaba ahí de la obsesión por la vida saludable que observaban sus contemporáneos. Resulta que esta obsesión que parece tan nuestra, tan del siglo XXI, la de mantenerse en forma haciendo ejercicio, comiendo productos saludables y rehuyendo los excesos y los vicios, viene de lejos, de un siglo atrás cuando menos, aunque entonces la doctrina de la vida sana no era tan invasiva porque tenía menos canales para difundirse; no existía la Red, que todo lo viraliza, no había ni siquiera televisión.

Argumentar en contra de la vida saludable sería una insensatez, como es también insensato confiar la longitud de nuestra vida a un régimen y a unos hábitos, sin tomar en cuenta a Tique, esa niña irresponsable que, como bien sabían los antiguos griegos, tiene la última palabra.

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Al parecer esta obsesión por llevar una vida sana que nos prolongue la existencia es una cosa cíclica, que reaparece después de un periodo de tolerancia hacia el hedonismo, como sería el caso de nuestro tiempo: todo ese sibaritismo, esa voluptuosidad, esa condescendencia frente a los vicios y el placer que articuló a la sociedad occidental buena parte de la segunda década del siglo XX, ha desembocado en la vida saludable del siglo XXI. Ya el poeta Walt Whitman hacía notar este ir y venir de la doctrina de la vida saludable, en una serie de artículos que escribió a mediados del siglo XIX. Cabría preguntarse: ese entusiasmo por la vida saludable ¿es de verdad una idea nuestra o se trata de una moda que ha sido inducida, impuesta, por el espíritu conservador de nuestro siglo? “La moral de la modernidad ha cultivado una arbitraria sensiblería en virtud de la cual todo era preferible a morir”, escribe Ortega en 1925, y luego añade: “Por otra parte, el valor supremo de la vida —como el valor de la moneda consiste en gastarla— está en perderla a tiempo y con gracia”.

Ante ese panorama de gente obsesionada por alargar su vida a partir de rutinas saludables, el filósofo se pregunta: “¿Va a ser nuestro ideal la organización del planeta como un inmenso hospital y una gigantesca clínica?”.

En este siglo nuestro, al inmenso hospital y a la gigantesca clínica, tendríamos que añadir el resto de establecimientos, negocios, chiringuitos que procuran y exaltan la salud, que se han ido multiplicando y promocionando de forma masiva en los últimos años y que no existían en la época en que Ortega escribió su artículo.

“Esta es la manera de sentir propia del espíritu industrial, del ánimo burgués. Quiere a toda costa vivir y no se resigna a reconocer en la muerte el atributo más esencial de la vida. A este fin emplea el único procedimiento hábil para alargarla, que es reducirla a su mínima expresión, como hacen ciertas especies animales al sumirse en el sueño invernal. Los biólogos han dado a éste el nombre de vita minima. Con lo cual resulta que la vida se prolonga en la medida que no se usa. Se obtiene su extensión a costa de su intensidad”. Y más adelante remata el filósofo: “¿Por qué ha de triunfar la moral de la vida larga sobre la moral de la vida alta?”.

El ciudadano de nuestro siglo se encuentra en esa encrucijada, entre la vida alta o la vita minima, esa suerte de hibernación que, según reza la doctrina de la salud, nos procurará una vida larga.

Para que esto sea verdad tendríamos que erradicar a Tique, esa irresponsable que sigue aquí para recordarnos la variable del azar, y para hacernos ver que esa sensación que tenemos, con cierta frecuencia, de ser los dueños de nuestro destino, no es más que pura ilusión.

Jordi Soler es escritor. Su último libro publicado es Mapa secreto del bosque (Debate).

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