Contra las “verdades oficiales”
La ignorancia es un problema terrible, pero más terrible aún es la abyección
Quizá recuerde el lector que, algunos años atrás, una locutora que hacía las veces de comentarista política minimizó un ridículo público del candidato del PRI a la presidencia en 2012, Enrique Peña Nieto, quien no fue capaz de citar los títulos de tres libros cuya lectura hubiera resultado importante en su vida. La pifia de Peña Nieto se produjo durante una rueda de prensa en la Feria Internacional del Libro de Guadalajara; un lugar en el que, por cierto, el político debería haberse esperado una pregunta de ese tipo. La locutora fue terminante: “Para ser un buen presidente, no hace falta ser lector”. Esa fue su defensa. Y claro: luego de que Peña ganara las elecciones, nos pasamos seis años escuchando una multitud de apostillas de ese tipo, en boca de toda clase de “líderes de opinión”, ante cada desliz, ineptitud, salvajada (que hubo muchas) y fracaso del Gobierno (que hubo más). Justificar la ignorancia de un político podrá resultar beneficioso para los intereses de un partidario o personero, aunque haga el papelón de abyecto, pero, a la larga, es perjudicial para cualquier país. Porque la ignorancia es un problema terrible, pero más terrible aún es la abyección.
En México hemos padecido, desde que se tiene memoria, una plaga recurrente de “líderes de opinión” dispuestos a justificarle lo que sea al poder. Gente que, escudada en propaganda revestida de razonamiento, ha estado dispuesta a jurar que las privatizaciones ruinosas de los años ochenta y noventa fueron una maravilla; que los zapatistas eran una célula internacional infiltrada con el fin de disolver el Estado e inaugurar la anarquía; que la “guerra contra el narco” era necesaria y hasta ansiada por la población; que los reformazos iban a darnos los mejores precios de la historia en combustibles y energía; que los estudiantes desaparecidos de Ayotzinapa eran, en realidad, peligrosos terroristas… O que la esposa de otro candidato del PRI (uno que perdió) era adorada por el pueblo, que seguía cada paso suyo hasta el punto de que fue necesario retratarla mientras elegía el pavo de Navidad… Y todas esas fábulas, además de enunciadas por los “líderes de opinión”, eran cobijadas en las redes por ejércitos de troles y bots, empeñados en batirse al servicio de lo que sus jefes les indicaran. Paparruchas, en fin, que nos hablaban muy poco de lo que sucedía en el país, pero mucho de lo que el poder y los “líderes” pactaban.
Las elecciones de 2018 las ganó un partido que jamás había gobernado e hicieron pensar a muchos (y no solamente a militantes y simpatizantes) que las cosas iban a cambiar. Pero no. Lo que sucedió fue lo usual: que todo siguiera como estaba. Los viejos comentaristas adeptos han sido sustituidos por una nueva camada de porristas que operan bajo los mismos métodos acríticos y facciosos de sus antecesores, aunque los coordine una oficina diferente (eso sí: no falta la veleta que, de pronto, recordó aquella vieja máxima de “El que se mueve no sale en la foto”, y ahora anda apoyando a los nuevos gobernantes con la misma enjundia que destinaba a los viejos). Los ejércitos de troles y bots siguen en marcha, cubriendo de insultos y amenazas al que ose hacer matices o, de plano, desmarcarse de las líneas oficiales. Y así, los fiascos de cada día del nuevo gobierno en temas de seguridad, salud, economía, medio ambiente, etcétera, nos son presentados como botones del genio incomparable del señor Presidente y como parte de un plan maestro que solo los viles reaccionarios se niegan a reconocer…
¿Qué hacer ante la eterna repetición de desatinos? Quizá lo que hicieron siempre los ciudadanos y periodistas más dignos entre nosotros: leer a través de las palabras “bonitas”, observar la realidad y comentarla con argumentos que desmonten el triunfalismo de los discursos. Y, sobre todo, recordar que las “verdades oficiales” duran seis años, pero las mentiras detrás de ellas no se olvidan jamás.
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