Nuestros ‘chalecos amarillos’
¿A qué estamos esperando para hacer un debate nacional como el que organizó Macron en Francia aquí también? No todo es Cataluña ni la fanfarria en que hemos convertido la política del día a día
Todavía no es una revuelta propiamente dicha. Tampoco parece que se haya organizado, como sí ocurrió con los chalecos amarillos franceses, mediante las redes sociales. Pero las últimas manifestaciones de la gente del campo en algunas partes de España es posible que repercutan más allá de los problemas específicos de la agricultura y ganadería. Es una llamada de atención sobre el hecho de que la “España vacía” es algo más que un problema demográfico o de falta de infraestructuras. Esto no es más que el efecto de algo más profundo, el escaso valor de lo que produce, que beneficia directamente a la tupida red de intermediarios, que son quienes fijan unos precios irrisorios por trasladar sus productos al mercado. Quizá venga de ahí ese horrendo nombre de la "España vaciada", un verbo en forma pasiva que se conjuga en activa, “vaciar”. No se despuebla porque sí, sino porque alguien “actúa” para disminuir los incentivos de permanecer en el terruño.
Lo que no está nada claro es cómo contrarrestarlo, porque estamos hablando de una economía que funciona por inercias, algo parecido a lo que, con todas sus distancias, padeció el sector del taxi, que tuvo que espabilar al aparecer las VTC. Salvo las habituales excepciones, en la agricultura ha habido poca innovación y una excesiva dependencia de ayudas de la PAC europea o el PER en el sur. Sin esos apoyos la situación sería aún peor, pero lo cierto es que quizá haya otras formas de pensar en cómo dinamizarlo. No hay recetas que valgan para todos los afectados, porque son muchas las diferencias entre unas regiones y otras, pero en todas ellas faltan ideas; sobre todo, una mayor y mejor organización de los productores para evitar la continua reducción de los costes provocada por los intermediarios.
Desde los poderes públicos se ha reaccionado siempre también recurriendo a lo más fácil y lo más rentable políticamente: ayudas en metálico a cambio de votos. El problema es que las ya existentes no llegan para cubrir las necesidades más perentorias. Hace falta algo más, aumentar su competitividad. Esto pasa por hacer estudios de viabilidad, estrategias de desintermediación, previsiones frente al cambio climático, fomento de las cooperativas y fuentes de empleo alternativas. Más que aumentar las ayudas clásicas, que es lo fácil, se trata de invertir en nuevas herramientas de las que puedan hacer uso los propios afectados, una nueva fórmula de gestión más inteligente y adaptada a los nuevos tiempos. Imagino que en Israel pueden encontrar algunos modelos interesantes.
Salvada la isla del gran Madrid, nuestra periferia es interior. Y es bien sabido que hoy las grandes fracturas son la brecha generacional y el divorcio entre campo y ciudad. La primera ya estalló hace tiempo. La segunda está a punto de hacerlo, como puede verse con la aparición de nuevos partidos localistas y estos primeros conatos de revuelta. En Francia, que siempre va a la vanguardia de estas cosas, el presidente Macron se esforzó por crear un debate nacional sobre el problema. ¿A qué estamos esperando para hacerlo aquí también? No todo es Cataluña ni la fanfarria en que hemos convertido la política del día a día.
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