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Los dos (o tres) días en los que ‘Atún’ fue un gato tranquilo

El pequeño de la familia visita el quirófano para que le pasen la tijera. ¿Le habrá cambiado el carácter?

Pedro Zuazua

Los teléfonos inteligentes no nos espían tan bien como creemos. Por lo menos a los humanos que compartimos casa con gatos. Si lo hicieran de una forma tan profesional como sospechamos, a mí deberían salirme todo el rato anuncios de latas de atún en conserva o, incluso, de ofertas para adquirir barcos atuneros. ¿Por qué digo esto? Pues porque me paso el día diciendo el nombre de mi segundo gato: Atún. Claro que también puede ser que el teléfono sea mucho más inteligente de lo que creo y que, como su nombre suele ir acompañado de “¡No!”, me considere un atunófobo o algo parecido.

Atún es un gato muy inquieto. Es verdad que aún es muy joven —creo que tiene unos ocho meses—, pero tiene una energía, una necesidad de movimiento y unas ganas de hablar que no puede con ellas. Se pasa el día hablando. A veces incluso construye frases. Me recuerda un poco a los pavos reales que emiten un sonido que, si no analizas bien, dice algo así como “¡Me ahogo!” (al menos los pavos reales que hay en el Campo de San Francisco de Oviedo).

Hasta el momento, solo ha habido dos días en los que el pequeño de la familia ha estado calmado: los que siguieron a su castración, que es el tema del que les venía a hablar, pero me parecía un poco duro arrancar el texto hablando de “castración”, así en frío.

Por diferentes motivos —principalmente de salud— decidí pasarle la tijera a Atún. Ya lo había hecho con Mía en su momento, y como Atunete tampoco va a tener descendencia, se le evita el sufrimiento del celo y se le ahorran posibilidades de algunas enfermedades, tomé la misma decisión. Dicen que con los segundos —hijos o gatos, da igual— se sufre menos. Que el que llega más tarde va ya con el campo abierto por el primero y sus padres o dueños (no estoy hablando del veto parental, ojo, sino de humanos y de mascotas) se preocupan menos por ellos. Mentira. Mentira cochina. Al menos en el caso de que tu padre o dueño sea un histérico e hipocondriaco que traslada sus miedos a los pobres animales, que son felices en su inconsciencia consciente.

Estaba tranquilo, pero pronto comenzó a trepar de nuevo.
Estaba tranquilo, pero pronto comenzó a trepar de nuevo.P. Z.

Como soy bastante maniático, decidí hacer la operación de Atún más o menos en la misma fecha en la que se la hice a Mía: en torno a diciembre. Quería hacerla un viernes, para poder estar en casa los dos días inmediatamente posteriores a la cirugía. La operación de Mía fue muy bien, pero por la noche, tras llegar a casa, decidió comenzar a lamerse los puntos y al amanecer aquello era un festival de costuras fuera de sitio, por lo que hubo que llevarla a coser de nuevo a urgencias. El collar isabelino le duraba puesto un minuto.

Con la lección aprendida, me informé sobre los peligros de la operación y el postoperatorio de Atún. Les hago un resumen: básicamente ninguno. En los machos es todo mucho más sencillo. ¿Pero pueden los datos objetivos y las estadísticas calmar a un agonías? Por supuesto que no.

Esto que voy a decir es un poco melodramático pero se me rompió el corazón al dejar a Atún en la clínica. Ya la noche antes andaba nervioso (hablo de mí), y no hacía más que pensar en el pobre gato, metido en el transportín toda la mañana, sin conocer el lugar, sin entender lo que estaba pasando… Me lo imaginaba allí pensando que lo había abandonado o yo qué sé.

Es curioso, pero de la que íbamos a la clínica, en el taxi, no dijo ni miau. Él, que no calla ni debajo del agua, debía de intuir de alguna forma que aquella no era una visita normal al veterinario. Por cierto que el taxista que me llevó me contó que él de gatos no, pero de caballos sí que sabía mucho. Doy fe.

Al dejarlo en el mostrador, me hicieron firmar ese horrible documento que no pone ninguna cosa buena y en el que te plantean todos los escenarios apocalípticos y alguno más, por si acaso te fueras a quedar tranquilo.

'Atún' está de vuelta.
'Atún' está de vuelta.P. Z.

Intenté cruzar una mirada de camaradería con la persona que estaba en recepción. Eché un último vistazo a Atún y me despedí con un “Cuidadlo bien, por favor”. La señora me miró con cara de “el que necesita que lo cuiden aquí eres tú, sobre todo en el aspecto mental”.

Como me habían dicho que me llamarían una vez hubiera terminado la operación, me pasé la mañana pendiente del móvil. Allí no llamaba nadie. Las 12. Nada. Las 13. Nada. Las 14. Nada. A las 14:31 el teléfono comenzó a sonar, una voz celestial me dijo que había ido todo bien y que podía pasar a buscar a Atún cuando quisiera. Y claro, yo quería ir ya, pero no podía porque tengo un trabajo.

Pasé a por el gato a media tarde. Llevaba el collar isabelino y, aunque se notaba que no entendía muy bien qué demonios era aquel plástico, lo portaba con cierta dignidad. Fue una situación un poco ridícula, ya que estábamos allí varias personas y una auxiliar iba saliendo con los animales y llamándonos con la pregunta “¿Dueños de…?”. Y claro, cuando llegó mi turno salió y dijo “¿dueños de Atún?” y hubo cierto recochineo en la sala. La verdad es que cuando decidí el nombre no se me había pasado por la cabeza vivir un momento así.

Al llegar a casa, nada más salir del transportín, dio sus primeros pasos y parecía que llevaba una castaña fina. Las piernas le fallaban un poco y se iba para los lados. Efectos secundarios de la anestesia. Como me habían dicho que no debía comer ni beber de inmediato, retiré los comederos y bebederos. Mía me observaba con cara de no entender el porqué de aquellos daños colaterales.

Creo que fueron los dos o tres días más tranquilos desde que Atún está en casa. Se notaba que el pobre estaba cansado y dolorido. Seguía sin entender por qué estaba dentro de un cono, pero lo llevaba bastante bien. Por las noches, se subía a la cama y se tumbaba a mi lado. Cuando tenía que comer o beber, como es bastante impulsivo, iba empujando el recipiente hasta que una pared hacía de tope y aquello se quedaba quieto.

Pero estaba calmado. Incluso Mía recuperó alguna de sus costumbres olvidadas, como subirse al piso más alto del rascador o venir a visitarme por las noches. Normalmente no podía hacerlo porque de inmediato aparecía Atún para “abrazarla” y jugar “tranquilamente” con ella.

Por unos momentos Mía y un servidor soñamos con que aquella cirugía hubiera tenido el efecto secundario de calmar al pequeño Atún. Nos vimos viviendo una vida plena, de tardes de domingo en silencio, sin carreras repentinas, sin ningún ser tratando de meterse por la fuerza bajo la manta.

Pero no. Fue un espejismo. Atún sigue hoy tan inquieto, curioso y enérgico como el primer día. Continúa con su media de romper un vaso o plato al mes. Sigue maullando para que le dé de comer o para explicarme —supongo— lo que ha hecho durante el día. No ha dejado de pasar por encima de mi cabeza a las tantas de la madrugada y, cada día, corre a abrazar a Mía cuando está durmiendo en su rincón favorito. A veces Mía y un servidor nos cabreamos, pero luego nos acordamos de lo preocupados que estuvimos aquella mañana en la que Atún estuvo en el quirófano y se nos pasa rápido. El carácter de los gatos es una lotería y nosotros estamos encantados con la pequeña revolución que nos tocó. Aunque los teléfonos inteligentes no sean capaces de detectarlo.

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Sobre la firma

Pedro Zuazua
Licenciado en Filología Hispánica por la Universidad de Oviedo, máster en Periodismo por la UAM-EL PAÍS y en Recursos Humanos por el IE. En EL PAÍS, pasó por Deportes, Madrid y EL PAÍS SEMANAL. En la actualidad, es director de comunicación del periódico. Fue consejero del Real Oviedo. Es autor del libro En mi casa no entra un gato.

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