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Columna
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México no cree en milagros

Las mafias se enquistaron en las entrañas del Estado, se reproducen como la mala hierba y alimentan una violencia estructural que condena a la población al fatalismo y la pérdida de valores éticos

Juan Jesús Aznárez
Forenses investigan un asesinato en Ciudad Juárez.
Forenses investigan un asesinato en Ciudad Juárez. HERIKA MARTINEZ (AFP)

La inmoralidad y el conformismo colectivos nutren el problema de la delincuencia organizada en México, que el Gobierno combatirá ampliando la discrecionalidad fiscal y policial en el nuevo Código Penal, cuyo borrador enmienda la Constitución e incorpora valiosas herramientas jurídicas, pero flirtea con la presunción de culpabilidad y el populismo punitivo. La detención de Genaro García Luna, estratega del combate contra el narcotráfico entre 2006 y 2012, el asesinato de una familia mormona, y la huida de sus asesinos sin ser molestados, son los últimos episodios del abierto desafío a la gobernabilidad, ejecutado por bandas de narcotraficantes y extorsionadores con arsenales y fortunas para corromper a funcionarios, magistrados y cuerpos de seguridad.

Las mafias que obligan a una reforma penal casi a la desesperada se enquistaron en las entrañas del Estado, se reproducen como la mala hierba y alimentan una violencia estructural que condena a la población al fatalismo y la pérdida de valores éticos. La epidemia gangrena la confianza en la policía y la justicia. Recuperarla es misión imposible sin una mayor inversión social y una profunda transformación cultural, porque el fenómeno de la criminalidad y la impunidad responde a factores históricos, sociales, económicos e institucionales. La deficitaria generación de empleo y probidad es el fundamental.

Solo la convergencia de medidas servirá en un país con cerca de 30.000 homicidios anuales. Todos los programas contra la delincuencia organizada fracasaron. Lo intentó Felipe Calderón hace una década con la Policía Federal, y lo intenta Andrés Manuel López Obrador con la Guardia Nacional, que absorbió competencias de otros cuerpos y demostró su eficacia tardando más de tres horas en llegar al lugar donde masacraron a la familia mormona.

El nuevo código dotará de valor probatorio a las escuchas y endurecerá la persecución de jueces y funcionarios venales, pero será insuficiente sin la moralización y adecentamiento de plantillas mal pagadas, vulnerables al soborno y expuestas a perder la vida en los Estados donde los carteles la arrebatan. La delincuencia se adapta a los cambios de Gobierno, cuyos incumplimientos contaminan el comportamiento de la población, asaltada por la impotencia, la rabia y la emulación de las inmoralidades.

Nueve de cada diez delitos no se denuncian por el desprestigio de los servidores públicos. Uno de cada tres nacionales sobornó a un juez, según Transparencia Internacional. ¿Qué cabe esperar cuando toda una dotación, incluido su comandante, es detenida por impedir a punta de fusil que compañeros de otras comisarías investiguen a los narcos de su zona?

¿Qué puede hacerse cuando de los pelotones depurados nacen las bandas de asesinos y ladrones? Quien no conoce a Dios, a cualquier santo le reza. Mientras los cuerpos de seguridad que necesita México siguen en el limbo, su presidente eleva a los altares a la Guardia Nacional y municiona la legislación para que haga milagros en los que ni él mismo cree.

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