Volar sin instrucciones
Si el conservadurismo está en el diván resolviendo su crisis de identidad, la izquierda, me temo, no lo está menos
Leíamos esta semana una carta a la directora dedicada a Borja Sémper, después de que este decidiera retirarse de la política activa decepcionado por la influencia de Vox en el Partido Popular. “No soy abertzale, pero mi pensamiento de izquierdas se imponía”, escribía el autor de la misiva para, a continuación, pedir disculpas por no haber entendido el compromiso político de Sémper. El gesto fue hermoso y pertinente. Tras la salida del político vasco, las críticas se concentraron en un PP echado al monte y desnortado ante la influencia ultra, a la vista de la exacerbada crítica formulada durante la investidura, una sesión donde se traspasaron muchos límites de la necesaria cortesía democrática, tanto en fondo como en forma. Para reivindicar la legitimidad de la crítica, primero hay que tener claro la legitimidad del Gobierno al que se dirige la misma, y, de momento, no es ese el lugar en el que ha decidido situarse la oposición.
Pero lo realmente llamativo de la carta es que citaba expresamente la idea de “un pensamiento de izquierdas” de forma que parecía incompatible con la defensa de “la libertad, la democracia y la convivencia”, un pensamiento que, al parecer, impedía entender la impecable trayectoria ética de Sémper. La carta abría, así, otro debate también pertinente: ¿qué “pensamiento de izquierdas” puede verse a sí mismo en conflicto con la reivindicación de tales valores? Porque en esa confesión tan descarnada y directa, nuestro lector parecía condensar esa sensación de “volar sin instrucciones” en la que desde hace tiempo se halla el espectro progresista de este país. Si el conservadurismo está en el diván resolviendo su crisis de identidad, la izquierda, me temo, no lo está menos.
Habermas lo llamó “agotamiento de las energías utópicas”, pero quizá sea algo más sencillo. Ahora que la posmodernidad ha llegado también a una derecha que proyecta su mirada relativista sobre hechos científicos como el cambio climático, el pensamiento progresista sigue mostrando un frustrante complejo ideológico a la hora de defender una democracia deliberativa capaz de llegar a verdades objetivas a través del debate público. Porque es difícil de entender que, en este momento de erosión institucional, exista una autodenominada “izquierda procesista” que afirme que la democracia está por encima de la Constitución o el Estatut, y se atreva a decir en la casa de la soberanía popular que le “importa un comino la gobernabilidad de España”. Tales exabruptos reaccionarios deberían tener una respuesta firme desde la izquierda, aunque solo sea para evitar que nuestros excesos empáticos acaben por desplazarnos, sin darnos cuenta, a esa parte del tablero que decimos combatir.
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