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Columna
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Constitución y militancia

La democracia también se atrofia cuando se banalizan las formas de expresión de la ciudadanía

Máriam Martínez-Bascuñán
Diego Mir

Lo peor de identificar a un partido con la Constitución, la nación, las víctimas de ETA y la Monarquía es que, por definición, se estigmatiza a las fuerzas políticas que quedan fuera de dicha filiación. O quizás lo que se estigmatice son los símbolos que se pretenden abarcar, pues eso de lo que el partido se apropia debería ser de todos. Lo que sí es cierto es que tal movimiento totalizador genera inevitablemente polarización, en lugar de unidad, pues instaura una distinción maniquea que separa a los que están dentro de quienes se quedan fuera. Dicha diferenciación se hace, además, con intencionalidad moral, pues toda dicotomía se ordena siempre bajo una oposición jerárquica: los buenos patriotas frente a los malos.

Y esto es lo que Pablo Casado intenta hacer con el Partido Popular, aunque no se trate de una estrategia nueva: ya la vimos en la época más agresiva del Rajoy opositor, con aquel infame “traicionar a los muertos” y su repentino descubrimiento de la movilización callejera. Se llama “monopolio moral de la representación”, con permiso de Jan-Werner Müller, y consiste en asumir un mandato representativo que se sitúa por encima de las instituciones y de la legitimidad política surgida de la soberanía popular. Porque quienes se consideran tan constitucionalistas traicionan, paradójicamente y a sabiendas, una Constitución que es, por definición, no militante, pues no se hizo contra nadie sino con y para todos, al contrario que, por ejemplo, la Constitución de Bonn —que incluye, por obvias razones históricas y geopolíticas, medidas de defensa del orden democrático y deja fuera de ella a grupos que promueven el autoritarismo, algo que su Tribunal Constitucional fue ajustando a lo largo de los años—. El que tengamos una Constitución tan abierta e inclusiva es algo difícil de explicar en una cultura tan poco liberal como la nuestra.

El problema de arrogarse el monopolio de la representación moral es que uno se sitúa, incluso, por encima de las instituciones que dice defender. Quizás por eso el PP ha decidido no participar en la renovación de órganos clave, como el Consejo General del Poder Judicial o el Tribunal Constitucional, y convoque hoy en su lugar una manifestación para protestar por los pactos del PSOE para gobernar. El líder popular devalúa en un solo gesto las instituciones, pero también la calle, ese lugar que sirvió históricamente para dar voz a “los condenados de la tierra” y que es hoy, dice Pierre Rosanvallon, la “expresión más simple de una política negativa”, utilizada por conservadores y menesterosos como si no tuvieran suficientes altavoces en la esfera pública. Porque la democracia también se atrofia cuando se banalizan las formas de expresión de la ciudadanía.

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