Harina
El deber de un demócrata es aguantar la histeria colectiva como quien oye llover


La democracia es como la harina, que alimenta hasta al más tonto y ella sigue siempre tan fina. La democracia es un sistema de gobierno que da cabida a políticos de cualquier pelaje e ideología. Los hay ladrones y honestos, competentes y patanes, moderados y trabucaires, torpes e inteligentes, duros y blandos. Así es la sociedad de donde emergen, mejor o peor, a través de las urnas con el mismo derecho a levantar su voz en el Parlamento. Allí, en el hemiciclo, a los juicios ponderados y réplicas ingeniosas se suman los insultos más bajos, los rebuznos más zafios, pero la democracia posee una resistencia extraordinaria y todo lo aguanta, lo engulle y lo digiere; es un sistema de gobierno que por su propia naturaleza siempre huele mal, porque la libertad permite a los medios de comunicación achicar continuamente basura a la superficie desde las cloacas de la sociedad y de la política. La primera obligación de un buen demócrata consiste en soportar este hedor como algo natural y tratar de no mancharse al atravesar este albañal cada día. Por otra parte, la libertad de expresión es una espléndida jaca salvaje que los medios cabalgan con furia y alegremente a galope tendido, lo que permite a cualquiera expresar una opinión estúpida, certera o detonante que se expande hasta más allá de la Andrómeda, de modo que el control del Gobierno ya no está en el Parlamento, sino en las tertulias de radio y de televisión, en las redes, en los tribunales, en ese enjambre de jueces y periodistas que invade el camarote del Gobierno, como el de los Hermanos Marx, llevando cada uno su par de huevos duros, todo a gritos, unos de risa, otros de odio. No obstante, el deber de un demócrata es aguantar la histeria colectiva como quien oye llover y pensar que la democracia es como la harina, que engorda, pero no mata, y pese a tanto idiota, ella sigue siendo siempre muy fina.
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