Veneno
El taxista me cuenta que un cliente habitual le ha regalado una botella de vino de quinientos euros con la que no sabe qué hacer. Le da miedo bebérsela y que le guste
El taxista me cuenta que un cliente habitual le ha regalado una botella de vino de quinientos euros con la que no sabe qué hacer. Le da miedo bebérsela y que le guste. O que no le guste. Si lo primero, odiará al cliente por tener acceso a esas delicias. Si lo segundo, se odiará a sí mismo por no ser capaz de distinguir un buen caldo del tinto que le sirven en la tasca donde suele comer con los colegas. Tras unos segundos de reflexión, añade que podría venderla también por cuatrocientos euros y de ese modo tendría solucionado el regalo de Reyes de los nietos. El mayor, de ocho años, ha pedido este año una PlayStation que sale por un ojo de la cara.
Estamos atascados porque ha empezado a chispear y ya se sabe lo que ocurre con el tráfico en Madrid en tales circunstancias. A lo mejor, pienso, no es por la lluvia, pero la costumbre general es echarle la culpa. Me pregunto, pues, quién de los dos, si el taxista o yo, caerá antes en la trampa de pronunciar la célebre frase: “Cómo se pone el tráfico cuando caen cuatro gotas”. Por mi parte, me he reprimido para evitar el tópico. Me paso la vida sorteando los lugares comunes, que son al lenguaje lo que el vino de tetrabrik al gran reserva. ¡Ojalá habláramos todo el rato con la calidad de un tinto de quinientos euros! Un Vega Sicilia, qué sé yo, pero la vida no nos lo pone fácil.
En esto, el taxista me pregunta si me interesaría comprarle la botella. Me la dejaría en cuatrocientos euros, incluso en trescientos, que es lo que por lo visto le cuesta la Play. Le digo que no, claro, y al final la saca del cofre del salpicadero y me la regala porque dice que ese vino le está envenenando la vida. Me bajo con ella del taxi sintiendo que ha comenzado a envenenar la mía.
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