La causa Europa
La UE recupera hoy con el Pacto Verde una ambición similar a la fundacional

La Unión Europea (UE) se ha comprometido a elaborar en los próximos meses la amplia serie de normas en que se desglosa el superproyecto del nuevo Pacto Verde Europeo. Todas las propuestas legislativas deben alinearse con los objetivos oficiales de limitar el calentamiento global a 1,5 grados, reducir las emisiones en un 55% para 2030 y alcanzar la neutralidad en 2050. El propósito es lograrlo con unos planes sectoriales precisos en sus objetivos, financiación y calendario.
Así descrito, parecería que el nuevo horizonte ecológico es un sonoro proyecto más entre los que tan prolífica resulta a menudo la Unión. Pero desborda esa categoría, porque el plan legislativo se ha constituido como primera prioridad continental —pese a la oposición ralentizadora interna de algunos socios siempre retardatarios (Polonia)— y como mejor herencia del convulso año 2019.
La prueba más palpable de que esa prioridad ha empezado a cristalizar incluso antes de alcanzar pleno consenso político y de iniciar sus primeros trámites legislativos, es que se ha incorporado ya a la agenda de la economía real: es un valor que se traduce a interés. Empresas, agentes económicos e instituciones como el Banco Europeo de Inversiones o el Banco Central Europeo han situado ya el desafío de la descarbonización no solo como un objetivo, sino como un requisito de toda su actividad.
Y cuando eso sucede —lo que es infrecuente— las reticencias, recelos y obstrucciones suelen tener los días contados. Un indicio complementario son los intentos de falseamiento en marcha, como el del aparente lavado ecológico (greenwashing) con el que algunos se apuntan a la tendencia, pero solo en modo escaparate.
La causa verde reúne una pléyade de requisitos que pueden llegar a equipararla a la causa fundacional de la Unión, la búsqueda de la paz. Sobre todo por su capacidad de seducción. Es universal, porque los peligros que se combaten afectan a todos, sin distinción de líneas fronterizas, generacionales o de clase social. Abre así un espacio de confluencia ideológica —auspiciado inicialmente por un movimiento extramuros, el ecologismo— que solo concita la enemistad del negacionismo ultra del cambio climático. Es inductora de una nueva revolución económica, que posibilita a Europa resituarse en la vanguardia mundial, tras haber dilapidado la ocasión de la gran revolución tecnológica, en la que la ventaja acumulada de EE UU o China ya es amplia. Por supuesto que esa prioridad no excluye otras, pero las informa y ayuda a tejer sus contenidos, al modo en que la creación de empleo fue elemento obligatorio para todas las demás políticas. Las asechanzas exteriores e interiores a la consolidación europea que nos lega 2019 son cuantiosas.
Y eso obliga a trabajar en distintos frentes. Frente al unilateralismo ajeno (EE UU, China, Rusia), las estrategias de seguridad y de liberalismo democrático-social deben mantener su impronta multilateral. Ante el desafío migratorio, debe incrementarse la política de vecindad y la solidaridad efectiva con África. Frente a las fisuras internas, hay que redoblar esfuerzos para culminar la unión económica y recuperar la cohesión social (reto Norte-Sur) y territorial (Este-Oeste), y proseguir con unidad y firmeza redoblada el manejo de la crisis del Brexit.
Pese a sus innumerables problemas e insuficiencias, Europa es un proyecto con proyectos. Y con causa.
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