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Columna
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Tan campantes seis meses después

El asesinato de Rafael Acosta muestra el avasallamiento de los protocolos internacionales contra la tortura que retrata la catadura moral de quienes los rubrican a sabiendas de que serán incumplidos

Juan Jesús Aznárez
Protesta por la muerte del capitán Rafael Acosta el pasado mes de julio en Caracas.
Protesta por la muerte del capitán Rafael Acosta el pasado mes de julio en Caracas.EDILZON GAMEZ (Getty Images)

Medio año después de que el capitán Rafael Acosta muriera reventado a golpes en las mazmorras de la Dirección de Contrainteligencia Militar de Venezuela, su asesinato continúa impune. Aunque era previsible esa omisión de justicia, ni el derecho a la defensa contra una eventual intervención militar de Estados Unidos, ni la persecución de los opositores que la secundan, pueden camuflar, ni menos justificar, las reiteradas violaciones de las convenciones internacionales contra la tortura y tratos inhumanos perpetradas en los centros de detención.

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El demoledor informe de Michelle Bachelet, alta comisionada para los Derechos Humanos de la ONU, sobre su situación en Venezuela, fue descalificado por el Gobierno de Nicolás Maduro como descontextualizado y cargado de mentiras. Probablemente no todo fuera verdad en la tabulación del medio millar de testimonios recogidos por la ONU, pero pocas mentiras han sido tan desvergonzadas como la emitida por la Fiscalía General cuando prometió depurar responsabilidades y una expedita investigación sobre el homicidio doloso del capitán de corbeta, inhumado casi clandestinamente, con sus familiares vigilados por la policía. La investigación pasó al olvido porque esa era la intención.

La reinstauración de la justicia en Venezuela pasa por desguazar el conjunto de leyes y políticas que la impiden. Su secuestro se consiguió reduciendo los espacios de la democracia y eliminando el control institucional sobre el poder Ejecutivo. El regreso del país al Estado de derecho, a la división de poderes, deberá consensuarse y concluir con elecciones sin trampas. Desde la promulgación de la ley venezolana contra la Tortura, en 2013, se viene reclamando la corrección del artículo 17, que escuda a los funcionarios que infligen dolor y sufrimientos en el ejercicio de sus funciones. Las discrepancias entre la definición de torturas que figura en la Convención de Naciones Unidas y la reflejada en las legislaciones nacionales abren amplios espacios a la impunidad en la mayoría de países de Latinoamérica, que no vigilan los métodos de interrogatorio. La ausencia de humanismo y probidad en la formación profesional y comportamiento de los funcionarios encargados de aplicar la ley tiene efectos devastadores. Las autoridades competentes rara vez investigan cuando sospechan que se ha torturado; y el derecho al debido proceso de quienes denuncian haber sido víctimas de tratos degradantes funciona a beneficio de inventario.

Seis meses después de la muerte de Rafael Acosta, ni el Ministerio Público, ni el Gobierno han castigado las barbaridades cometidas, las fracturas de huesos, las quemaduras de pies, los aplastamientos y derrames. Un avasallamiento de los protocolos internacionales contra la tortura que retrata la catadura moral de quienes los rubrican a sabiendas de que serán incumplidos.

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