El vecino del Holocausto
A Adolf Eichmann, uno de los criminales de guerra más buscados del mundo, cuya pista seguía el Mossad y los cazanazis más obsesivos y meticulosos, lo encontró un ciego
A Adolf Eichmann, uno de los criminales de guerra más buscados del mundo, cuya pista seguía el Mosad y los cazanazis más obsesivos y meticulosos (Friedman y Wiesenthal), lo encontró un ciego. Un judío ciego que se empezó a quedar sin ojos en Dachau, donde fue torturado y donde fueron asesinados sus padres, hermanos y sobrinos, y de donde acabó huyendo para acabar viviendo en Rosario, Argentina, en una casita cercana a la de Eichmann.
Que el mundo es pequeño y que el amor lo rescata muy a menudo lo prueba el hecho de que Sylvia, la hija veinteañera de Hermann, empezase a salir con Nico, un chico alemán como ella que de vez en cuando enseñaba la patita un poco (“el exterminio de los judíos debió de ser completo”) y otras veces mucho: Nico Eichmann, al contrario que su padre, no se molestó en cambiar su apellido. Lothar Hermann tenía muchas razones, la mayoría de ellas dentro de una cámara de gas, para ver fantasmas, pero el acento del muchacho y la colaboración de su hija, que participó de sus sospechas, le disipó dudas: su potencial consuegro era el cerebro del Holocausto y lo primero que hizo, antes de delatarlo, fue irse a vivir 500 kilómetros lejos de él.
Lo que sigue a continuación es una larga historia: no le creyeron, viajaron a Argentina emisarios israelíes que tampoco las tenían consigo, luego sí le creyeron y empezó la caza de algo tan escurridizo como un nazi: la medalla de capturarlo, que terminó por supuesto con la marginación de Hermann hasta hace bien poco (ya muerto). Su historia y su destino es una vieja obsesión desde que la conocí en 2017 por Cazadores de nazis (Andrew Nagorski, Turner). Este año el diario argentino La Nación publicó las cartas de Lothar Hermann, reabriendo las dudas sobre la versión oficial israelí: según Hermann, en la captura de Eichmann tuvo tanto o más que ver la Secretaría de Inteligencia de Estado de Argentina (SIDE) que el Mosad, y el nazi habría negociado su partida a Israel.
Todo lo que está mal en la vida puede encontrarse en la historia de Hermann, que suplicó sin resultado por la recompensa que Israel ofrecía por pistas para capturar a Eichmann: 10.000 dólares. La agonía del hombre implorando el ingreso del dinero y relatando su odisea para comprobar la identidad de Eichmann se hace insoportable cuando dos reporteros del Daily Express llaman a su puerta y le preguntan si él, alemán exiliado en Argentina, es Josef Mengele. Lo relata Gaby Weber en Los expedientes Eichmann (Sudamericana, 2013). Lothar Hermann fue encerrado 15 días, torturado e interrogado para saber si aquella víctima de los campos de concentración, cuya familia había sido asesinada casi al completo en Dachau y él mismo puso en riesgo a su esposa y su hija al delatar a Eichmann, era el doctor Mengele.
Se comprobó que no. Tarde para sus vecinos, que hicieron caer sobre él sus sospechas; tarde para él mismo, que recibió hasta su muerte cartas con amenazas que se creían del servicio secreto israelí para que no trascendiese su versión. Tarde para la familia, peleada para que se reconociese su mérito hasta que en 2012, con Hermann muerto en 1974, se anunció un homenaje dentro de edificio vacío con las luces apagadas, en una habitación trasera con 20 sillas de plástico, mediante la entrega del embajador israelí de un diploma a Liliana y su sincero agradecimiento. Así se escribe la historia y aún más importante, así se borra.
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