Envenenando el pozo
Cuando el Estado trata de cerrar los litigios pretextando conservadurismos y vueltas al pasado, destruye el único espacio en el que las diferencias pueden saldarse
Las sociedades modernas suelen considerarse plurales y complejas. Tal pluralidad implica una diversidad de actuares, pensares, creeres, imaginares, y distintos sentires que también conllevan, enormes retos para que todo quepa como mejor se pueda, si no en un continente único, sí al menos limitado. Los conflictos que la modernidad impone son así, muchos. Los que provocan quienes prefieren maneras únicas de pensar, los de quienes simplemente quieren un espacio, los que proceden de quienes ven reducidas sus posibilidades y los que tanto generan por ser reconocidos o querer dominar.
Las maneras que nuestro tiempo tiene para resolver tales conflictos son variadas. Algunas las identificamos como positivas: evasiones, colectivismos, encerronas o negociaciones. Otras son, desde luego, negativas: violencias puras o disfrazadas, directas o ideologizadas. Finalmente, y sea cual fuere el propósito inicial, tenemos que las formas extremas de solución son, aún frente a la más pura de las fuerzas, los litigios judiciales. Esas son las formas procedimentales que el Estado, para seguir siéndolo, tiene que abrir y concluir como un contradictorio, donde un demandante fija sus pretensiones ante un demandado, ambos tratan de probar hechos y validar argumentos, y un tercero, neutral y conforme a una especial racionalidad, asigna a cada cual lo que le corresponda conforme al derecho establecido previamente.
La mejor solución que nuestro tiempo conoce y a la cual aspira, es que los conflictos sociales alcancen la forma de litigios jurídicos. Que no todos vayan a serlo, es parte del mantenimiento de la ilusión de universalidad en la que el modelo descansa; que los litigios no alcancen para resolver todos los conflictos subyacentes, también. Lo que finalmente importa es que la mayor parte de los problemas se transformen en litigios y éstos solucionen el mayor número de problemas posibles.
Más allá de las conocidas limitaciones del modelo, cabe hacer una pregunta: ¿qué sucede cuando el poder político trata de cerrar las ya de por sí limitadas posibilidades de acceso a la jurisdicción? En la misma línea, cabe realizar otra: ¿qué acontece cuando es la propia jurisdicción la que cierra sus puertas a los conflictos que pudieran judicializarse? Las respuestas parecieran en principio ser distintas dependiendo del sujeto rechazante. En el caso de la obcecación política, se lograría que su actuar triunfe sobre la racionalidad jurídica. Con ello, y en el corto plazo, se permitiría que el poderoso se salga con la suya. En el caso de la cerrazón judicial y en el juego de las estadísticas internas y sus fulgores externos, se demostraría que las cosas están bajo control y que los conflictos ni son tantos ni tan graves. Saliendo del cortoplacismo de ambos entenderes, habrá un momento donde ambos procederes pronto interceptarán. Desde luego, para mal del conjunto plural o, lo que es igual, de la sociedad misma así concebida.
Si desde los poderes públicos y la anuencia de algunos privados, se cierra la sede de resolución de los litigios, se cierra también la sede de solución de los conflictos que debieron darles vida. El lugar a donde se debe acudir para resolver disputas.
Se cierra también el espacio donde los especuladores podrán ser demandados por los inversionistas; donde indígenas agraviados buscarán se reconozca su cosmovisión; donde los opositores hacen valer sus diferencias; donde los migrantes exigen respeto al tratado expreso sobre el acuerdo desconocido, o donde se quiere dar voz a las asesinadas o a los desaparecidos.
Cuando el Estado, todo él o sus partes componentes, tratan de cerrar los litigios pretextando desvíos, egoísmos, conservadurismos, vueltas al pasado, incomprensiones al presente o malos agüeros al futuro, están destruyendo el único espacio en el que los conflictos pueden plantearse y las diferencias saldarse. Los poderes que así actúan, envenenan el pozo. El único lugar que, con todo y sus muchos males, provee recursos comunes para todos, incluyendo a los propios poderes y sus correspondientes legitimidades.
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