Tierra de todos (Parque Nacional, Bogotá)
El domingo pasado el paro se convirtió en un multitudinario, enorgullecedor y bellísimo concierto
No hay mejor fábula de Navidad que la mítica tregua del jueves 24 de diciembre de 1914. Cada quien la cuenta como le sirve, claro, pero suele repetirse que en las horas más quietas de esa Nochebuena –en el quinto mes de la Gran Guerra– el ejército alemán cantó Noche de paz en sus trincheras decoradas para la ocasión, el ejército británico respondió con un villancico de los suyos, y pronto los unos y los otros se encontraron en tierra de nadie para ponerse de acuerdo en el dolor, en el “aunque yo camine un día por el valle de la muerte no temeré porque Él está conmigo”, del Salmo 23, y en la idea de dispararles a blancos vacíos, a espaldas de los deseos de los superiores y de los políticos, para detener aquella matazón de prójimos.
No hay mejor fábula para la Colombia de estos días, no, pues eso tendrían que estar haciendo los agentes de esta violencia típica de acá –tan habituada a serlo– que ha hecho difícil tomarse nuestro descontento de estas semanas como un reflejo de la desazón mundial: los policías antimotines deberían lanzar sus gases lacrimógenos para el otro lado, los encapuchados deberían arrojar sus papas bomba al aire, los sicarios de las bandas criminales deberían seguir de largo en sus motos como los villanos reblandecidos de los cuentos de hadas, los soldados deberían incumplirles las promesas a los comandantes ávidos de bajas, para no seguir matando vecinos por orden de gente que no vive en el barrio.
Por supuesto, los estrategas de lado y lado de la Primera Guerra, cuando se enteraron de que sus soldados habían llegado a semejantes armisticios, recrudecieron las órdenes e impidieron a punta de bombardeos que las Navidades trajeran compasiones. Resulta increíble que en esta Colombia de guerras civiles se haya recurrido tantas veces a eso mismo –a partirse en naciones, a reducirse a enemigos a pesar de tener esto en común, a deshumanizarse, a meterse miedo, a dar la orden de matar o de matarse– para que la gente no pueda montar en tierra de nadie una ciudadanía de prójimos. Y, sin embargo, el domingo pasado el paro se convirtió en un multitudinario, enorgullecedor, bellísimo concierto desde el Parque Nacional hasta la Calle 85 de Bogotá, y sigue buscándose caminos y lugares.
Síganlo negando, señores del Gobierno, sigan diciendo que aquí solo protestan “cuatro gatos” a ver a qué nos lleva su soberbia.
Dice la revista Semana que es probable que el presidente Duque logre la paz política, pero que está lejos de lograr la paz social. Se trata de una distinción habilidosa, sutil hace cincuenta años, que reduce a los colombianos a espectadores de los pactos que hacen los políticos ante, entre y para ellos. En efecto, esta semana, mientras la ciudadanía redoblaba su ingenio para seguir protestando, y se constataba en una encuesta de Gallup la enorme e inatajable impopularidad de la recalcitrante nación dentro de la nación que encarna con obstinación el presidente, “las autoridades” siguieron enrareciendo las manifestaciones y los congresistas de los partidos de antes se le entregaron al Gobierno –como si nada– para aprobarle esas reformas regresivas que cuando apenas eran amenazas ya habían colmado el descontento.
Qué raro es que a estas alturas siga confundiéndose “la paz política” con “la paz entre políticos”: la democracia con su simulación. Qué absurdo es que estos gobernantes de cuarta generación, 4G, recurran a las jugadas más viejas del manual: a la represión de siempre, al recrudecimiento que no ha tenido fin, a la trinchera.
Quizás les sirva para llegar hasta el final de este periodo, pero aquí, en tierra de nadie, corren el riesgo de malgastar sus futuros como tantos políticos que un buen día dejan de representarnos.
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