El máximo
Todo es pasmoso en la exposición de Goya que se exhibe en el Museo del Prado
Yo creí que conocía los dibujos de Goya hasta que los he visto en su original y en tropel, como finos alanos persiguiendo a la liebre del arte. Pues no. Uno tiende a creer que la reproducción de un dibujo, gracias a la perfección de la técnica, da una idea casi exacta del mismo. Mil veces no. La delicadeza de la línea, la ligereza del trazo, la exactitud de la mancha hay que verlas en vivo para entender su grandeza. ¿Cuántas figuras habrá en esta soberbia exposición del Museo del Prado? ¿Cuántos rostros, cuántos cuerpos? ¿Mil? Y todos, hasta el más banal, está dibujado con un amor celoso, sin minuciosidad (ese defecto del arte nórdico), sin empalago (defecto francés), sin frialdad (los italianos), cercano a un entendimiento lúcido de la comedia humana (a la manera inglesa), pero con el penetrante ingenio de un Cervantes visual.
Todo en esta exposición es pasmoso. A mí me han llamado la atención dos detalles. Uno, la seguridad y el equilibrio de los cuerpos, incluso en las posturas más extremas: la habilidad de Goya para dar reposo a los cuerpos, sin un suelo que los sustente, es milagrosa, velazqueña. Hay estampas terribles, de la guerra, de los caprichos, en las que da cuenta de escenas atroces, pero incluso en ellas oímos una música serena.
Y lo segundo que me ha fascinado es el conjunto, muy abundante, de escenas con mujeres. Hay una notable cantidad de figuras femeninas a cuál más bella y triunfante. Son tan finas, tan aéreas, tan sutiles, tan elegantes estas imágenes que uno llega al convencimiento de que no son mujeres, sino muchachas, incluso aquellas claramente sesentonas. Goya les regala una juventud eterna y la gracia perdurable. ¡Sin un ápice de agresividad sexual! Porque las admira. Es deslumbrante. Es el máximo.
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