Miedo
La campaña electoral me ha sumido en una profunda tristeza
Una vez más, escribo esta columna en jornada electoral, ignorando los resultados que ustedes conocerán cuando la lean, si es que conservan ánimo para hacerlo. Esta vez, mi incertidumbre es mayor que nunca, y sin embargo, pase lo que pase, creo que se puede hacer balance del proceso que acaba de terminar. Personalmente, la campaña electoral me ha sumido en una profunda tristeza. Mientras la izquierda se comportaba como si estas elecciones hubieran caído del cielo, sin pedir perdón a sus votantes de abril por el bloqueo que las ha forzado, ni ofrecer garantías de que no se repetirá, la derecha ha desfilado alegremente al paso del caudillo Abascal. La bochornosa propuesta de ilegalizar partidos “independentistas” —las comillas reflejan mi escandalizado estupor por la inclusión en el paquete del PNV, que tantos Gobiernos centrales ha facilitado— que PP, Cs y Vox aprobaron en la Asamblea de Madrid, me ha inspirado una amarga paradoja. Porque a mí jamás se me habría ocurrido pedir la ilegalización de Vox. Aunque la desee, aunque me parezca justa, aunque las declaraciones de sus líderes encarnen lo peor de lo peor. No se me ocurrió ni siquiera cuando oí a Abascal decir que nuestros abuelos se habían abrazado —¿cuándo?, ¿qué abrazo?, ¿qué abuelos?—, o que todos los violadores eran inmigrantes musulmanes —¿la Manada de Pamplona?, ¿la de Manresa?, ¿El Chicle?—, o que trabajar por la igualdad de las mujeres era garantizar su seguridad —¿qué igualdad?, ¿qué mujeres?, ¿qué seguridad?—, mientras el resto de los participantes en el debate se comportaban como si lo que estaban oyendo no fuera con ellos. Para mí, esa es la imagen de la campaña. Y la verdad es que Abascal me da menos miedo que la indiferencia de sus rivales.
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