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Columna
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No me toques la gasolina

Para enfrentar el sobrecalentamiento global es obligatorio combatir la pobreza y la desigualdad

Eliane Brum
Un grupo de mujeres indígenas se enfrentan a la policía antidisturbios.
Un grupo de mujeres indígenas se enfrentan a la policía antidisturbios. Juan Diego Montenegro (DPA)

Para enfrentar el sobrecalentamiento global es obligatorio combatir la pobreza y la desigualdad. No se trata de un tema y otro tema. Es el mismo tema. Es lo que indican las protestas que han convulsionado Ecuador, tras el aumento del precio de los combustibles. Como ya habían indicado los chalecos amarillos en Francia, en 2018. Y también los camioneros que paralizaron Brasil. Con excepción de Emmanuel Macron, ninguno de los gobernantes pensaba en la crisis climática cuando tomó las medidas que llevarían a multitudes a la calle. Al contrario. El ecuatoriano Lenín Moreno, que vio como los indígenas se sumaban a las manifestaciones iniciadas por los conductores de camiones, autobuses y taxis, obedecía al FMI. Las tres revueltas del combustible muestran, sin embargo, que reducir el uso de derivados del petróleo —esencial para combatir el colapso climático— exige políticas públicas con sostenibilidad social. Las capas medias de la población, que ya empobrecen por diferentes causas, están asustadas por lo que ven y por lo que no ven, pero sienten. Que estas grandes revueltas en países tan diferentes hayan tenido como detonante el precio del carburante no es un detalle.

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Hartos del látigo

El sobrecalentamiento global no lo han producido por igual todos los humanos. Los que menos han consumido los recursos del planeta son y serán los más afectados por su impacto, como los pobres y los indígenas. Los más expuestos ya peregrinan por el globo, encontrando muros allí adonde van. Su movimiento es el de los que ya lo han perdido todo, excepto la vida. Sienten desesperación. Las protestas por el aumento del precio de los combustibles fósiles en un planeta que tiene que deshacerse de los combustibles fósiles señalan a otros estratos, que tienen dificultad para entender la velocidad con la que el suelo desaparece. Temen perder lo que todavía tienen, y también lo desconocido. Sienten rabia.

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Durante décadas, las capas más pobres de países como Brasil fueron adoctrinadas para creer que un coche era el mayor deseo de consumo. Y que mejorar de vida era poder comer carne todos los días. De repente, viene la alerta de que la ganadería es una de las mayores responsables del sobrecalentamiento global y que los coches son malos. No solo el planeta está corroído. También los códigos que los humanos habitan. También son una “casa común”. Y muchos sienten que las ventanas han ido a parar al techo.

Cuando el precio del petróleo afecta a los bolsillos, los que dependen de él para ganarse la vida no quieren escuchar a Greta Thunberg. Taparse los oídos no los salvará del impacto. Pero no son capaces de escucharla. Solo quieren saber si podrán poner comida en la mesa ese día. Esta realidad forma parte del colapso climático. Y solo está empezando.

Traducción de Meritxell Almarza.

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