Del Caracazo a las hogueras de Quito
Los sucesos de Ecuador denuncian la irreflexión del Ejecutivo al decretar reformas que traían el aguijón emponzoñado de un crédito-puente del Fondo Monetario
Los motines y saqueos del Caracazo —hace ya de todo aquello 30 años— han sido vistos desde entonces por muchos comentaristas de izquierda latinoamericanos como la primera manifestación organizada de resistencia popular latinoamericana a las reformas macroeconómicas recomendadas por el llamado Consenso de Washington. Las hogueras de Quito serían el retorno de aquella epifanía.
Esta es, a mi modo de ver, la más tortuosa interpretación que pueda darse a aquellos sangrientos hechos. Su mejor y más estentóreo vocero fue, andando el tiempo, el dicaz Hugo Chávez. Y esto va dicho sin obviar que los ametrallamientos indiscriminados contra barriadas enteras estuvieron a cargo del Ejército venezolano y que aún se discute sobre el número de víctimas.
La cifra oficial habla de 276 muertos en pocos días; algunas ONG de derechos humanos han hablado de miles de víctimas fatales. Hoy sabemos que muchos de quienes, menos de tres años más tarde, serían lugartenientes de Chávez en su intentona golpista tuvieron mando de tropa durante aquella jornadas y más de una vez, en respuesta a una pedrea, dieron orden de abrir fuego contra ciudadanos inermes.
En mi memoria, y en la de muchísimos de mis contemporáneos, no ocurrió nunca una épica insurrección indoamericana como la cantada por Chávez, sino la protesta airada de un grupo de usuarios del transporte público en una localidad del extrarradio caraqueño, la mañana de un día lunes, lejos aún del próximo día de pago.
Un Gabinete de jóvenes tecnócratas, fervorosamente imbuidos de todos los tópicos de la reforma macroeconómica impartida desde la calle 19 de Washington D.C., había dispuesto, entre gallos y medianoche, lo que para ellos era un minúsculo aumento del precio del combustible.
El primer microbús volcado en la vía e incendiado por una turba servía a una populosa ciudad dormitorio, a 40 kilómetros de Caracas. ¿Cómo se extendió, en cosa de minutos, la marea de protesta a la capital y algunas otras ciudades provinciales?
Para mí esto es cosa que el sociólogo canadiense Malcolm Gladwell explica suficientemente con el momento de inasible lógica —el tipping point— en que una conducta social transpone un umbral y se propaga como lo hace un incendio forestal.
Es un instante solo predecible por politólogos y tertulianos de televisión en minuciosa y pedante retrospectiva. Del mismo modo, con que se dice que el arte ocurre, estas conmociones simplemente suceden, sin más. Sin líderes visibles ni aceradas consignas. Pese a ello, en Caracas no faltó quien teorizase insidiosas conspiraciones para explicar el sorpresivo estallido social. La más popular señalaba a Fidel Castro.
El surgimiento de esta especie merece contarse, sobre todo ahora que Lenín Moreno y sus simpatizantes culpan de sus infortunios a Nicolás Maduro, a Rafael Correa y al Foro de São Paulo.
Carlos Andrés Pérez inauguró en nuestra región, y durante su segundo Gobierno (1989-1993), la inexplicable costumbre de invitar a un tirano como Fidel Castro a las tomas de posesión de presidentes democráticamente elegidos.
En otra parte he asomado una hipótesis que explica esta aberración, pero lo que a esta columna interesa es recordar que el Caracazo ocurrió solo 25 días después de una rimbombante toma de posesión en la que Fidel Castro fue, de entre todos los invitados internacionales, la vedette más celebrada.
Las señoras de mayor coturno —¡ah!, ¡la tiranofilia latinoamericana!— se hacían lenguas de lo bien que lucía Fidel en traje y corbata, de lo mundano y gentil que les resultaba: “Será todo lo que dicen de él, pero no se le puede quitar lo caballero y que tiene mucha conversación”. Pues bien, esas mismas damas dieron por buena la leyenda de que el Caracazo habría sido inducido arteramente por agentes del G2 que Fidel dejó sembrados a su paso por Caracas.
Desde luego, debió ser más fácil entender que el plan de ajuste económico fue desplegado con arrogancia y precipitación sin intentar dotarlo del suficiente consenso político ni las debidas previsiones compensatorias. Quizá era menos oneroso para el maltratado prestigio de Pérez culpar a los protervos omnipresentes hombres de Fidel Castro, su amigo, y no a la incuria de un Gabinete tan impaciente como desaprensivo.
Los sucesos de Ecuador denuncian la irreflexión del Ejecutivo al decretar a troche y moche reformas que traían el aguijón emponzoñado de un crédito-puente del Fondo Monetario. Nadie duda de la vocación intervencionista del chavismo, puesta muy de manifiesto durante los años del Comandante Eterno. Pero culpar de la conmoción ecuatoriana a los colectivos de Maduro, así estén tutelados por el G2, es pretender hurtar el cuerpo a las responsabilidades de todo gobernante. Mucho más cuando la confrontación ya ha costado vidas humanas.
Felizmente, y según se deja ver, Moreno ha dado marcha atrás y se ha abierto una negociación. Por lo que toca al Ecuador, la región puede exhalar un respiro de alivio, no sabemos cuán largo. Pero todo indica que en nuestra América el catastrófico ciclo “reformas FMI-gobernante chambón-diluvio populista” tiene ya la catadura mítica del eterno retorno. Si cree que exagero, ahí tiene usted a la Argentina de Mauricio Macri.
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