Interruptores
La pequeña preguntó a su madre en qué consistía ver. “En no tropezar”, respondió
Érase una pareja de videntes que tuvieron una hija ciega a la que hicieron creer que los ciegos eran ellos y que ella veía. La cría compensó enseguida la supuesta carencia de sus padres con una agudeza fuera de lo común, pues resultó ser muy despierta y perspicaz. Cuando viajaban en el metro les indicaba la estación en la que se debían bajar y los ayudaba a diferenciar y escoger los alimentos en el supermercado. Les leía también la correspondencia del banco, así como las cartas que recibían de un pariente que vivía en Buenos Aires. Ellos, asombrados por las habilidades de la pequeña, se dejaban querer y utilizaban cada día menos el sentido de la vista.
Un día, al poco de cumplir los siete años, una compañera de colegio reveló a la niña que era ciega. “Los ciegos son mis padres”, dijo ella. “Eso es lo que te han hecho creer”, le respondió la amiga, “para que no sufrieras”. La niña no dijo nada en casa, pero empezó a observar el mundo desde esta perspectiva nueva. Comprendió que esos clics inexplicables que sonaban por las noches en el dormitorio o el pasillo eran los que hacían los interruptores de la luz. Un día se dejaron de escuchar porque los padres empezaron a moverse por la casa sin necesidad alguna de utilizar los ojos. Pero la niña, necesitada de esos sonidos, continuó encendiendo las luces al oscurecer ante la admiración del matrimonio.
De manera insensible, ella iba ocupando la dimensión visual de ellos mientras que ellos se trasladaban a la de ella. Cuando se hizo mayor, tuvo a su vez una hija vidente a la que hizo creer desde el principio que era ciega. En cierta ocasión, la pequeña preguntó a su madre en qué consistía ver. “En no tropezar”, le respondió. Y nunca se volvió a hablar del asunto.
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