‘Pasapalabra’
Apuesto a que el programa evoca para muchos esa sensación de estar en casa y a salvo
Llegar a casa tras 12 horas de curro con un estrés de caballo y un cansancio de mula. Entrar por esa puerta y disponerte a encarar lo que venga. Tirar las llaves, el bolso, los tacones, el abrigo, la armadura de enfrentarte al mundo, y quedarte en lo que eres: ni más, ni menos. Encender la tele y ponerte a hacer lo que quieras, o lo que debas, o absolutamente nada más que volver en ti, como quien se descomprime para pasar de un mundo a otro sin secuelas. Tomar tierra, en fin, después de una jornada a la deriva de las distancias imposibles, el menú del día y el horario partido. Oír la cantinela del presentador recitando definiciones, cantar las que te sabes y darles vueltas a las que tienes en la punta de la lengua. Ver a ídolos de todo credo bajarse de su peana y devanarse la sesera buscando la palabra perdida. Añadir cada día una bala a tu arsenal de vocablos para describir la vida. Alegrarte como si fueras tú misma cuando una armenia nos da tremendo repaso verbal a los españoles y se lleva el bote acertando términos que no has oído en tu vida. Todo eso, pero no solo eso, se va con Pasapalabra si se va de la parrilla.
Hasta anteayer mismo, y durante los últimos 20 años, llegar a casa a tiempo del rosco, aunque luego ni lo viera, ha sido a la vez mi mísero objetivo de conciliación personal y mi mejor momento del día de lunes a viernes. Los hay que nos tenemos que conformar con poco, de acuerdo. Pero apuesto a que Pasapalabra evoca para muchos esa sensación de estar en casa y a salvo. Si suena ese soniquete, nada malo puede sucederte. Más que un concurso televisivo, es un refugio, un remanso, un puerto seguro donde atracar de noche en medio del tsunami de hecatombes íntimas y colectivas. Una de esas rutinas que nos acunan a tantos desde el destete. Su caída, si cae finalmente, nos deja sin una tabla a la que agarrarnos en tiempos de incertidumbre y zozobra. Otra más. Otra menos.
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