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Columna
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En los servicios de urgencias de Estados Unidos, los pacientes negros reciben un 40% menos de analgésicos que los blancos

Javier Sampedro
Robot cirujano Da Vinci durante una operación.
Robot cirujano Da Vinci durante una operación.Getty Images

La inteligencia artificial está entrando en la medicina. Por un lado están los robots, que tienen mejor pulso que el mejor cirujano a la hora de, pongamos, trepanar una perforación en el cráneo para un trasplante coclear. Por otro, y tal vez más importante, tenemos los sistemas que ayudan a los médicos a diagnosticar las enfermedades de sus pacientes, y por tanto a decidir cómo tratarlos. Un robot cirujano puede humillar nuestra precisión muscular. Un algoritmo de diagnóstico menoscaba nuestro órgano más íntimo. La mente.

Pero el objetivo de la medicina no es proteger el orgullo intelectual de los médicos, sino mejorar el cuerpo de los pacientes, y las máquinas pueden ser de gran ayuda para lo segundo. Por ejemplo, un sistema para examinar las radiografías de tórax desarrollado por una pequeña firma tecnológica de Israel se está propagando por los hospitales de la India porque detecta los casos de tuberculosis mucho antes, y con más precisión, que los médicos. Otros cerebros de silicio están aprendiendo a distinguir qué pacientes se pueden beneficiar de qué tratamientos, en lo que ahorrará un montón de sufrimiento innecesario en el futuro inmediato.

Pero hay obstáculos imprevistos por el camino. Tomemos el caso del código postal tóxico, que he conocido por un trabajo de Linda Nordling para Nature. A finales de 2017, los científicos de la computación de la Universidad de Chicago desarrollaron un algoritmo para analizar, y predecir, el tiempo de estancia en el hospital de cada paciente que ingresa. El truco aquí es alimentar a la máquina con todos los datos de ingresos hospitalarios de los últimos años y ver con qué indicadores clínicos correlaciona mejor el tiempo de estancia. Para su infinita sorpresa, el factor que mejor correlacionaba con ese tiempo no era el colesterol, ni las transaminasas ni la espirometría. Era el código postal. Menos mal que la máquina se fijó también en ese dato, puesto que el colesterol y todo lo demás daban más o menos igual.

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Los barrios más afroamericanos de Chicago son los que producen pacientes de mayor perseverancia hospitalaria. ¿Por qué? Ni siquiera la máquina lo sabe. Tal vez los sistemas de cribado funcionen peor en los barrios pobres y por tanto los pacientes negros ingresen en el hospital cuando su enfermedad está más avanzada. Tal vez haya un sesgo en atención primaria que haga menos probable que un negro reciba las recetas necesarias. Esto último no es una especulación salvaje: en los servicios de urgencias de Estados Unidos, los pacientes negros reciben un 40% menos de analgésicos que los blancos. Es como “tome, joven, pero no se lo gaste en drogas”.

El aprendizaje de máquina (machine learning) se alimenta de producciones humanas. Un algoritmo aprende un lenguaje tragándose la Britannica, la Wikipedia, un millar de diccionarios y un billón de textos salidos de la mano humana, y luego los digiere, los procesa y elabora un modelo interno de nuestro léxico, nuestra sintaxis y todas las demás asignaturas de la lingüística. Pero ese proceso, naturalmente, absorbe todos los sesgos, prejuicios y miopías que los humanos hubiéramos vertido en el material de partida, de forma premeditada o —peor aún— inconsciente.

Para terminar, adivine el lector cuántos años cumplo hoy (hay una pista en el titular).

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