Cosas cayendo
¿Nunca les ha pasado que escuchan una tormenta, ven desde casa cómo llueve y, al poner en el pie en la calle, está seca? A mí tampoco
Hace dos semanas, en este cuarto en el que escribo, se produjo un ruido enorme de cosas cayendo, como si se hubiese derrumbado una torre de libros, o caído el mapa colgado de la pared, o algún cuadro llevándose consigo varias figuras. En cualquier caso no me levanté a verlo. Estaba en mi habitación, y aunque la puerta del estudio se cerró con fuerza (es interior, no hay corrientes de aire), me dio igual. Yo estaba viendo algo en la tele, no recuerdo qué, y lo que había ocurrido en mi estudio exigía mis dos principales cualidades: no me importaba y no me producía curiosidad.
Me olvidé hasta el día siguiente, cuando vi la puerta cerrada al final del pasillo y recordé lo que había pasado. Eso, la puerta cerrada, me impresionó un poco, porque era la primera vez que la veía cerrada desde fuera: al contrario que la puerta del cuarto que da a la fachada, esta nunca se cierra sola. Ver desde fuera cerrada una puerta dentro de tu casa por primera vez —vivo aquí desde hace dos años— impacta. Abrir una puerta que nunca has abierto es como hacerse una analítica: de repente no sabes qué hay dentro. Ni del cuarto ni de ti. Así que cuando la abrí ya era una persona ligeramente inquieta.
El cuarto estaba intacto, limpio y ordenado. ¿Nunca les ha pasado que escuchan una tormenta, ven desde casa cómo llueve y, al poner en el pie en la calle, está seca? A mí tampoco. Abrí el armario, que es un disparate lleno de botas, cajas y raquetas viejas, pero allí no había ocurrido nada. Y al darme la vuelta vi en la alfombra un cuadro pequeño, una infografía enmarcada que me hizo mi amigo Xan Sabarís cuando me fui de Diario de Pontevedra. La tenía encima de un mueble junto a otros cuadros pequeños, todos apoyados en la pared de forma aleatoria y desganada porque en esta casa, como mi vida en general, todo se rige por una máxima principesca: nada es mío, no hay deudas, ni hipotecas, ni coches, ni pisos. Y ahora esa infografía estaba en la alfombra a una distancia absurda, enorme: era imposible que hubiese llegado hasta ahí cayéndose sola, era imposible el ruido provocado. Es como si cayese una manzana de un árbol y apareciese a doscientos metros. Haciendo el ruido de un terremoto.
Me asomé al patio interior, por si alguien había subido varios pisos por una tubería para descolocar el cuadrito: por gente ridícula no será. Pero empecé a pensar que el único ridículo era yo, sobre todo porque en ese momento tuve miedo y empecé a obrar como un conspiranoico, de tal modo que dudas estúpidas del pasado (“¿por qué está descubierta la mirilla, si hay días en que lo único que quiero es abrirle a un sicario?”, “¿no había cerrado la nevera?”, “¿la televisión se enciende sola?”, “¿qué hace este señor con ropa del siglo XIX en mi casa?”) pasaron por unos minutos a formar parte de un fenómeno paranormal. Se me pasó, y si bien no hay explicación para el incidente del cuadro, estoy preparado mentalmente para creer cualquier justificación lo más racional posible. Incluso la que me hizo ver mi pareja: la infografía que me regaló mi compañero recoge las palabras más usadas en mis columnas de los últimos seis años en el periódico de Pontevedra. La primera es “yo”, la segunda es “años”, la tercera es “todo”, la cuarta es “vida” y la quinta es “fue”.
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