La ley secreta de las coaliciones
En las democracias contemporáneas, se considera que todo partido se siente atraído por las formaciones situadas más cerca del centro ideológico y repelido por las ubicadas en posiciones más extremas
Durante gran parte de la historia de la humanidad, el cielo era un caos. Sol, Luna, estrellas, cometas, aparecían y desaparecían, se cedían el paso y se eclipsaban, sin ton ni son. Hasta que las leyes de la física moderna, radicalmente simples, tocaron con su varita mágica el universo que conocíamos y, donde antes hubo desorden, ahora había claridad.
Los humanos somos más difíciles de pronosticar que los astros. Sobre todo en política. El distante Marte es más predecible que el próximo tuit de Trump. Utilizando una clásica distinción en ciencia, casi todas las cosas pueden clasificarse en dos categorías en función de si son como relojes —porque operan sistemáticamente— o nubes —porque cambian caprichosamente de forma al cruzar el firmamento—. Y, en principio, las personas somos nebulosas y antojadizas.
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Pero, tras las elecciones de esta primavera, los desplazamientos de nuestros partidos son a primera vista tan erráticos que, como los cuerpos celestes, es posible que en realidad obedezcan a una ley sencilla, una ley que me atrevo a esbozar en este artículo. Fijémonos, en primer lugar, en los extraños movimientos de los planetas rojos. A pesar de necesitar su apoyo parlamentario, el PSOE se ha resistido con todas sus fuerzas a la entrada de Unidas Podemos en un Gobierno de coalición estándar, donde los partidos se reparten proporcionalmente los ministerios y sus líderes ocupan las carteras clave. Sin embargo, los socialistas gobiernan con Ada Colau en Barcelona en pie de igualdad, accediendo sin vetos a la maquinaria administrativa local. De forma paralela, mientras en Ayuntamientos y comunidades de toda España los socialistas intentan seducir a Ciudadanos (aunque no se dejen), en muchos lugares de Cataluña, de la Diputación de Barcelona a muchas comarcas, prefieren a los independentistas que a los de Albert Rivera (aunque en Cataluña estos sí quieran).
Algo análogo ocurre con otras formaciones de nuestra constelación, y de galaxias extranjeras. En Europa, los socialdemócratas rechazan coaliciones con algunos partidos de izquierdas, pero entran en Gobiernos con liberales o incluso conservadores, como en Alemania. Los socialistas portugueses o daneses gobiernan gracias a partidos como Unidas Podemos. Pero no les dan ministerios. Sí se los ofrecen a partidos que se encuentran a su derecha.
La ley que explica la creación de coaliciones en nuestras democracias contemporáneas es la siguiente: todo partido se siente atraído por los partidos situados más cerca del centro ideológico y repelido por los ubicados en posiciones más extremas. Para montar un Ejecutivo, intentas coaligarte con quien hace frontera contigo en tu lado moderado y no en el radical. Invitas a entrar en el Gobierno a aquel aliado que, en caso de desviarse del comportamiento que habéis pactado, meta la pata por el centro y no por el extremo. Tener un socio que se pase de moderado es tolerable, pero que se salga del guion por radical podría ser letal para tu supervivencia como gobernante.
Poner en el Gobierno a un partido radical de tu bando resta; si es uno de centro o del bloque contrario, suma
Sánchez no podía aceptar una coalición ortodoxa con Unidos Podemos de forma semejante a como la mayoría de dirigentes socialdemócratas no acceden a incluir como ministros a miembros de partidos más a la izquierda que ellos. Obviamente, buscan el respaldo parlamentario de estas fuerzas, de Portugal y España a Dinamarca y Suecia. Pero convertir a sus líderes en ministros sería enviar una señal de radicalización. Y, en un mundo que se guía cada vez más por percepciones, pocos presidentes de Gobierno quieren arriesgarse. A pesar de, o mejor dicho, gracias a, la creciente polarización política, poner en el Gobierno a un partido radical de tu bando resta, mientras que uno de centro, o incluso del bloque contrario, suma porque te confiere una pátina de razonabilidad. Iglesias podría haberlo intuido, y Sánchez anticipado, antes del vodevil de esta semana.
En Administraciones locales y autonómicas, el PP gana si gobierna con Ciudadanos, posicionado más al centro, y pierde si lo hace con Vox. Cuando sea necesario, los populares intentarán tripartitos. Pero, si tienen que elegir, siempre escogerán una coalición PP-Ciudadanos a una PP-Vox. Y no es porque, ideológicamente, el PP esté más próximo a Ciudadanos que a Vox. Como muestran las encuestas, los votantes de Vox y PP son muy parejos. Pero lo que condiciona las coaliciones de Gobierno no es la distancia ideológica, sino la imagen mediática. Un pacto con Ciudadanos lava la cara de un Gobierno del PP y un pacto con Vox la ensucia. Algo similar ocurre con las formaciones conservadoras en toda Europa. La CDU-CSU alemana le ha dado al SPD, en las antípodas ideológicas en muchos aspectos, unos ministerios que jamás concederá a partidos de una derecha radical con la que coincide en variados puntos programáticos.
Así también, los Comunes de Barcelona (encarnación pura de la política moderna y alternativa) invitan gustosamente al PSC (paradigma de la política vieja y convencional) a entrar en el gobierno municipal, otorgándoles considerables áreas de influencia. La razón es que los socialistas están colocados más al centro que los Comunes en los dos ejes de competición electorales en Cataluña: izquierda-derecha y nacionalismo. Son, por tanto, sus socios ideales. En cambio, Colau sería reticente a conferir el mismo poder a un partido más extremo que los Comunes en cualquiera de esas dos dimensiones, como, por ejemplo, ERC o la CUP. De nuevo, es posible que los Comunes simpaticen más con los republicanos o los cupaires que con los socialistas en las políticas más importantes. Pero no les darían ni una fracción de la discreción que le han entregado al PSC en Barcelona. Con Colau de alcaldesa, Ernest Maragall nunca tendría el poder efectivo que disfruta Jaume Collboni.
Con Ada Colau de alcaldesa, Ernest Maragall nunca tendría el poder efectivo que disfruta Jaume Collboni
Esta discrepancia no es una cuestión de egos o química personal, sino de física política. Tu poder de negociación para entrar en un Gobierno es inversamente proporcional a tu distancia al centro del sistema de partidos. Las formaciones que, como Vox, pululan en órbitas lejanas reciben la atención de todos los telescopios mediáticos, pero están a años luz del poder real. Se nos dice que estos partidos determinan la agenda de discusión. Pero apenas rozan la esfera de decisión, y menos la de implementación, fundamental en España.
Como los planetas, las coaliciones de partidos gravitan hacia el centro. Los que se encuentran más cerca del núcleo de cada galaxia, como el PSC en Cataluña o Ciudadanos en el conjunto de España, son los que pueden acumular más puestos de Gobierno, porque son los aliados ideales: los que menos desgastan a sus compañeros de coalición. Iceta lo ha entendido bien. Rivera, no.
Esta ley gravitacional de las coaliciones opera en contraposición a la paulatina trivialización de la política. Cuanto más se polariza el discurso, y más se habla del ellos contra nosotros, más peligroso resulta para un partido con vocación de Gobierno confiar en otros más radicales dentro de su bloque ideológico, porque espantan más a los votantes moderados. En tiempos de gritos, el objetivo es no asustar al electorado.
Víctor Lapuente es doctor por la Universidad de Oxford y actualmente es catedrático de Ciencia Política en la Universidad de Gotemburgo y profesor de ESADE Law School.
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