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CURSO DE VERANO
Columna
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Wolframio

La memoria de nuestras peripecias de juventud es oral, no sé cómo será en unos años

Balsa de residuos mineros en el monte Neme entre los municipios coruñeses de Carballo y Malpica.
Balsa de residuos mineros en el monte Neme entre los municipios coruñeses de Carballo y Malpica.Oscar Corral
Íñigo Domínguez

Hay una antigua zona minera en el monte Neme, en A Coruña, donde han quedado unas lagunas raras. Son de un sospechoso azul turquesa y a algunos les ha dado por bañarse ahí y ponerlo en Instagram. Pero es una antigua mina de wolframio y se han intoxicado varios influencers en el trance de ejercer su influencia. Aun así ha podido más la tontería que el sentido común, qué novedad, y han acudido más. Un chico puso una foto suya zambulléndose con esta reflexión: “Bañito mañanero en el monte Neme. Disfrutón. Me la pelan las bacterias”. Vi clarísimo un artículo diciendo qué barbaridad, qué mal está la juventud, por favor las redes sociales… hasta que me di cuenta de que perfectamente podía haber sido una de mis chorradas adolescentes de verano. En una tarde de aburrimiento habría bastado un comentario así: hay una laguna de wolframio, no hay pelotas de ir a bañarse. La sola palabra wolframio incita a hacer algo distinto. El verano está para esas cosas.

Este tipo de desafíos primitivos solían tener un efecto inmediato. Me cuesta recordar por qué era divertido, será que me hago mayor. Era cuando nos creíamos inmortales. Eran las tonterías del verano con los colegas. Ahora bien, me consuela saber que no hay pruebas de todas las que he cometido. Entonces casi no nos hacíamos fotos, no era una sociedad actoral. Hasta el más tonto tenía sus secretos, no como ahora, que son los que menos tienen. Era un acontecimiento si alguien un día llevaba una cámara, generalmente prestada, para que quedara un recuerdo de un grupo de amigos o una jornada particular. E incluso así muchas veces no salíamos en las fotos. Revelabas el rollo (ah, el olor de los botecitos de los carretes, que al abrirlos hacían plop) y resulta que eran casi todo paisajes. Siempre había alguien con terrorífica vocación artística que acaparaba la cámara con planos de flores, gente que ahora actúa descontrolada a nivel planetario. Solo ahora comprendo que lo que hubiera molado era salir nosotros, para flipar hoy con las pintas que teníamos. Conservamos pocas fotos antiguas y además casi no queremos verlas. Todos estos chavales que tendrán miles de fotos, vídeos y frases de cada día de su vida están jugando con fuego.

La memoria de nuestras peripecias de juventud es oral, no sé cómo será en unos años. Cuando te juntas con los amigos se repasan historias y cada uno recuerda una cosa. Se colocan las piezas y el resto queda en la oscuridad. En el futuro habrá todo un dossier de lo que pasó. Bastará consultarlo, pero quizá pierda interés, por fidedigno. Todos sabemos que las historias mejoran con el tiempo, con unas cuantas mentirijillas se van haciendo más auténticas. No sé si estos instagramers, a base de acumular información, se quedarán sin nada que contar.

Esta bruma de la memoria hace además que en cada verano persista también un deseo latente de repetir algo. Volver a un sitio, hacer lo que hiciste. Es una empresa resbaladiza. En las parejas uno suele arrastrar al otro a lugares de la infancia que, objetivamente, no tienen ningún interés salvo para el interesado. Regresas por allí como si fuera tuyo y te tuvieran que saludar los pajaritos, lo escrutas en busca de un recuerdo, como un pendiente caído en la hierba. Peor es cuando regresas al paraje silvestre del primer beso y hay una tienda de chanclas. Que las vírgenes y santos de las fiestas de verano protejan la gracia de los corazones jóvenes en sus atolondradas aventuras.

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Sobre la firma

Íñigo Domínguez
Es periodista en EL PAÍS desde 2015. Antes fue corresponsal en Roma para El Correo y Vocento durante casi 15 años. Es autor de Crónicas de la Mafia; su segunda parte, Paletos Salvajes; y otros dos libros de viajes y reportajes.

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