El PIB no mide la felicidad
Nueva Zelanda reorienta el presupuesto nacional a la búsqueda del bienestar de la población
La primera ministra laborista de Nueva Zelanda, Jacinda Ardern, ha promovido los primeros presupuestos explícitamente orientados al bienestar. No se trata solo de crecer, sino de que ese crecimiento redunde en la mayor felicidad posible para los 4,8 millones de habitantes del país. Para ello ha fijado cinco prioridades para el nuevo gasto: mejorar la salud mental, reducir la pobreza infantil, reducir las desigualdades de los indígenas maoríes, eliminar la brecha digital y descarbonizar la economía.
Cuando Ardern lo anunció en el Foro de Davos muchos pensaron que la semilla que había plantado el pequeño reino de Bután —41.000 km2 y 800.000 habitantes— al introducir en sus parámetros económicos el índice de felicidad nacional estaba empezando a dar frutos. Los críticos de Ardern sostienen que en ese cambio hay más retórica que realidad, pero es precisamente en el ámbito del discurso donde reside el primer foco de resistencia al cambio.
La retórica del crecimiento sacraliza el producto interior bruto (PIB) como el parámetro económico de referencia. Esa magnitud refleja la producción total de bienes y servicios de un país durante un tiempo. Por supuesto que es importante, porque nos dice cuánta riqueza se crea, pero no cómo se reparte. España lleva cinco años con un notable crecimiento del PIB, incluso por encima de la media europea, pero es al mismo tiempo uno de los países en que más crece la desigualdad social. Ya sabemos que la felicidad tiene que ver con cuestiones subjetivas, pero también con las condiciones materiales, que no son solo sociales, sino también ambientales. ¿De qué nos sirve, por ejemplo, vivir en ciudades prósperas, con un PIB boyante, si cada vez que respiramos nos envenenamos?
El psicólogo Daniel Kahneman, premio Nobel de Economía en 2002, advierte en su libro Pensar rápido, pensar despacio (Debate, 2012) sobre la importancia del “marco del discurso” para orientar, no solo la conducta de los políticos, sino también la de los electores. La teoría económica dominante está muy marcada por lo que Kahneman define como “sesgo de resultado”. Si en nuestra cultura es tan importante el resultado, pasa a ser una cuestión crucial qué tipo de resultados medimos. Si lo que nos preocupa es crecer, mediremos unas cosas. Si lo que nos preocupa es la felicidad de la gente, otras muy distintas.
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