Jaque en Sant Jaume
Vi la investidura de Ada Colau como una especie de Fischer contra Spassky con las piezas menos marcadas de lo que todo el mundo creía
Pocas veces puede observarse un acontecimiento político con el incitante interés de una partida de ajedrez, cuando las fichas permiten imaginar estrategias que parecen funcionar con la debida disciplina castrense, con su aroma rancio, mecánico y eficaz, u otras celadas más escurridizas, de ataque abierto con las blancas, de defensa numantina o ajedrez a la ciega, dependiendo de los mil y un caminos de cada nuevo movimiento. Y es así, si me lo permiten, como vi la imposible investidura de Ada Colau, como una especie de Fischer contra Spassky con las piezas menos marcadas de lo que todo el mundo creía.
Colau, como un rey negro acosado y asustadizo, mostraba las contradicciones de quien pasa del irreprochable activismo al juego sacrílego de la política. Su imagen temblorosa era tan reveladora como aquel vídeo de campaña en el que dialogaba consigo misma, buscando transmitir una imposible coherencia en el tránsito desde el cielo de los justos hasta las cenagosas aguas de la política profesional. Frente a ella, una improbable dama blanca de nombre Manuel Valls, menos épico y romántico, pero también menos críptico en la formulación de sus convicciones políticas. Zorro viejo Valls: conoce el peligro de no pensar en las consecuencias de nuestras decisiones. “En España no hay presos políticos”, dijo con rotundidad mientras hacía alcaldesa a Ada Colau. Daba con ello a Rivera una lección del mejor Maquiavelo, reactivando de paso la perenne indignación de un público independentista mal acostumbrado a guiar la opinión de sus líderes, embriagados por la imposible cacería del favor popular.
Vimos también la entrada diagonal del pragmático Collboni, sigiloso alfil que pacta con quien le arrebató la silla un buen día de noviembre: el PSC tiene cultura de gobierno y olfato, y se sabe fuerte haciendo política en el terreno de la discreción, donde la luz tenue crea la atmósfera para atraer a Colau a su lado del tablero. Huir de la política hecha a golpe de titular indica oficio; intentar arrastrar mediante amenazas a quien necesitas es vicio de amateur o de mal político, y quizá Maragall sea las dos cosas, aunque no importe. Su indiferencia ante los insultos frente al Ayuntamiento deberían inhabilitarle para cargo público alguno.
Porque ser alcalde significa gobernar para todos los vecinos, reconocer a quien no te ha votado y acercarte a la realidad plural de la ciudad que habitas. Ser alcalde, o merecerlo, significa aceptar que toda mayoría es legítima si se actúa dentro de las reglas del juego, huir del señalamiento conspiranoico y asumir con elegancia la derrota. Quien pide guillotina para los traidores merecía este jaque. @MariamMartinezB
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