El primer baño
A veces la vida te regala una novela, o varias, en las hamacas de al lado de la playa
Son cinco. La más joven rozará los 65, la mayor, los 80 cumplidos. Hablan por los codos. Comen a dos carrillos. Ríen hasta las lágrimas. Son viudas, o separadas, o solteras de tantos años y kilos como carguen sus huesos bajo sus carnes desparramadas. Cada una de su padre y de su madre son, pero parecen hermanas por unas horas en esta islita a donde se llega y se sale en barco de línea y a la que se viene a pasar el día al sol y a comerse una paella a la sombra. A eso han venido, a echar el día juntas y a darse el primer baño de la temporada hoy que es lunes y no habrá tanta gente como el fin de semana. Se conocen, pero no tanto, y entre chapuzones y siestas se cuentan su vida en prosa. Se encontraron en la escuela de adultos donde aprenden unas a leer y escribir sin faltas, y otras inglés e Internet de estar por casa. Algunas son nuevas, otras llevan años repitiendo los mismos cursos porque así se enteran mejor de las cosas. Unas trabajan limpiando casas o cuidando críos y otras están jubiladas después de deslomarse criando críos y limpiando casas. Hablan tanto y se ríen tanto y disfrutan tanto de estar juntas que cuando quieren darse cuenta, tienen que recoger los bártulos a escape porque se les escapa a la vez el pis y el barco y quieren orinar en tierra, que si no se marean en la travesía. Antes, al vuelo, les dejan el tique de sus tumbonas a una madre latinoamericana y su hija quinceañera, que llevan todo el día haciendo contorsiones para amoldar la espalda al lecho de cantos sobre el que plantaron sus toallas. Aún los pueden aprovechar y a ellas ya no les hacen falta. Qué envidia. Apuesto a que estas mujeres, sin más ínfulas que las de estar vivas, no van a morir solas sin que nadie las eche en falta, mientras yo, con toda mi prosopopeya a cuestas, no las tengo todas conmigo. A veces la vida te regala una novela, o varias, en las hamacas de al lado de la playa. Escribirla ya es otra cosa.
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