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Columna
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Pactópolis

Nuestro espacio público se ha convertido en las últimas semanas en lo más parecido a un mercado persa de compraventa o trueque de posiciones de poder

Fernando Vallespín
Ada Colau tras ser reelegida como alcaldesa de Barcelona con el apoyo de PSC y Manuel Valls.
Ada Colau tras ser reelegida como alcaldesa de Barcelona con el apoyo de PSC y Manuel Valls.PAU BARRENA (AFP)

Hay algo poco edificante en el espectáculo que nos están ofreciendo los políticos con su avidez de acceso a los cargos. Nuestro espacio público se ha convertido en las últimas semanas en lo más parecido a un mercado persa de compraventa o trueque de posiciones de poder. La impresión es que esto, el poder, es lo único que importa, no el para qué vaya a utilizarse después. Que por el camino se deseche a candidaturas que obtuvieron el mayor respaldo (el PSOE en la Comunidad de Madrid, por ejemplo) y, por el contrario, se aúpe a otras fuertemente minoritarias (Vox, en la misma circunscripción) se ve como algo secundario.

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Los ciudadanos los votan, es decir, les dan acceso al botín, y luego ellos se las apañan para conseguir la distribución del mismo que más les convenga. Estas son las reglas y yo no voy a cuestionarlas a ahora. La política democrática consiste en eso, en el gobierno de la mayoría, y quien sume —por sí solo o mediante algún pacto con otros—, la mitad más uno, se calza las posiciones de poder.

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Y, sin embargo, quizá por la elevada cantidad de despojos a distribuir, hay algo que nos chirría en todo esto. Creo que tiene que ver con el desparpajo con el que las fuerzas políticas acaban patrimonializando, haciendo suyas, las instituciones que son de todos. Antes no lo veíamos con tanta nitidez, porque la mayor distribución de cargos afectaba sobre todo a los dos grandes partidos. Ahora que se ha ampliado el número de actores y cada vez son más imprescindibles los junior partners, esa colonización de las instituciones por parte de los partidos se ha hecho mucho más evidente. Estas ya han dejado de ser nuestras, han pasado a estar en sus manos y a responder a sus muchas veces espurios intereses.

Visto así, la lógica de la política democrática no diferiría en exceso de la del capitalismo, la búsqueda del beneficio —del poder en este caso— como fin en sí mismo. Cabe incluso pensar en un juego de mesa de tema político similar al conocido Monopoly. Cada jugador obtendría un número de votos limitado que iría aplicando a los distintos lugares, instancias de poder, a donde les llevaran los dados. Gana el que mejor sabe rentabilizarlos negociando con otros. Propongo llamarlo Pactópolis. Seguro que encantaría a niños y mayores, porque así pueden sentirse un rato como verdaderos políticos en acción.

Lo malo es que esta visión de la política como mera estrategia de poder rompe por el eje aquello para lo que debería de servir la política democrática y el mismo sistema de representación. La ocupación de cargos no se hace para “colocar” a una u otra facción, sino para aspirar a la realización del interés general o, al menos, de la voluntad mayoritaria. El ideal es que los partidos estén menos pendientes de sus intereses corporativos y más de lo que en realidad preocupa a sus electorados. Las instituciones están para algo distinto de su mera instrumentalización partidaria. Pactópolis es el espejo deformado de lo que debería ser una polis bien entendida.

Sobre la firma

Fernando Vallespín
Es Catedrático de Ciencia Política en la Universidad Autónoma de Madrid y miembro de número de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas.

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