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Tribuna
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La voz de ‘Elisa y Marcela’

Las categorías sexuales no son verdades naturales; la sexualidad es una ficción representada como verídica

Fotograma de 'Elisa y Marcela'. En vídeo: Tráiler de la película.
Amanda Mauri

La última producción de Isabel Coixet, Elisa y Marcela, proporciona material de debate incluso antes de su estreno oficial en Netflix. La película cuenta la historia real de dos mujeres gallegas que, a principios del siglo pasado, burlaron la omnipotencia eclesiástica y se casaron en un ejercicio de resistencia (y travestismo). Elisa y Marcela plasma la violencia con la que la sociedad disciplina la relación entre las protagonistas. Establece un claro contraste entre el mundo “exterior” y el mundo “interior”. Coixet muestra una intimidad donde la ternura, la pasión y la determinación destierran cualquier asomo de duda o dilema internos. Algunas voces han interpretado esta ausencia de trabas emocionales como una falta de plausibilidad histórica.

Javier Ocaña, en este diario, le reprochaba a la directora haber adoptado una “mirada errónea”. Según el periodista, la película exhibe un erotismo desinhibido, donde ambas mujeres tienen un “conocimiento del propio cuerpo y del deseo mutuo” más propio de “dos seres humanos de 2019 en un país avanzado” que de la Galicia rural de 1901. Esta crítica invita a reflexionar sobre los procesos representativos de la sexualidad y su construcción histórica. ¿Hasta qué punto se lee el “progreso” a partir de lógicas eurocentristas y por qué se reclama a historias como la de Elisa y Marcela una ostentación de la autocensura?

Como sostiene la crítica feminista Teresa de Lauretis, la representación no describe una verdad sexual, sino que la produce y establece como verídica mediante su función representativa. Afirmar que no se puede contar la historia de Elisa y Marcela sin hacer hincapié en el “conflicto interior” que se espera de un “despertar” lésbico es, también, un juicio emitido desde unos códigos determinados. Sea en una aldea gallega en blanco y negro o en la Barcelona contemporánea de Merlí, existe una voracidad generalizada por representaciones homosexuales donde la (tortuosa) salida del armario ocupe una posición central. Simulando una suerte de bautismo sexual, este “salir” o “despertar” actúa como una condición indispensable para recibir la aprobación social. ¿Qué es exactamente lo que molesta o asusta de un enamoramiento lésbico sin crisis existenciales?

Molesta que las historias se cuenten de una forma distinta a como creemos saberlas, que el deseo y el placer escapen a las lógicas identitarias

Las categorías que rigen nuestra mirada sexual son más recientes y variables de lo que creemos. Los conceptos actuales de heterosexualidad y homosexualidad son producto de la modernidad occidental, la misma que a menudo se invoca como supuesto paradigma de la libertad sexual. En los siglos XVIII y XIX, la sexualidad se construye a través de una serie de discursos y categorías médico-jurídicas, cuya función principal será ordenar los cuerpos y acotarlos a unos parámetros institucionales. Esto responde a un cambio de modelo gubernamental: el control de poblaciones ya no lo ejerce una única figura soberana, sino que el poder se diluye en un entramado de instituciones —Iglesia, prisión, escuela, familia— que funcionan con la creación de identidades sociosexuales. Cuando nos referimos a categorías identitarias —“mujer”, “hombre”, “homosexual”, “heterosexual”— como si fueran verdades naturales, olvidamos que son producto de un conjunto de intereses y efectos políticos. No existe una verdad sexual; la sexualidad es una ficción representada como verídica.

Es legítimo preguntarse por la falta de contradicciones internas en la relación entre Elisa y Marcela, pero es importante no confundir su deseo con el origen de la problemática. El sexo no es el problema. Al reclamar que se constate la inseguridad del espacio “interior”, se corre el riesgo de acabar negando la existencia de espacios seguros. La disidencia sexual se ha sostenido siempre en la capacidad de construir alianzas y comunidades alternativas donde vivir, encontrarse y explorarse de formas distintas a la norma. El mostrar la intimidad de Elisa y Marcela como un espacio libre —ajeno a las burlas, ataques y miserias del mundo “exterior”— debe leerse como una decisión política y estética de representar esa capacidad de crear refugios afectivos. A pesar de que la norma sexual nos coarta, nuestra capacidad de acción y resistencia es infinita. Ante la hostilidad de la vida pública, de la heterosexualidad forzada y de la violencia machista, en Elisa y Marcela la esfera íntima despliega un abanico inagotable de posibilidades. Juntas invocan el espacio “interior” como un conjuro de felicidad, libertad y transgresión.

Tal vez, lo que (nos) molesta es que las historias se cuenten de una forma distinta a como creemos saberlas, que los cuerpos no coincidan con los ideales establecidos, que el deseo y el placer escapen a las lógicas identitarias. Elisa y Marcela no cuenta “la” historia. No puede ni pretende hacerlo. Lo que sí logra es articular una historia necesaria, y abrir un espacio donde otras voces, cuerpos y afectos se entrelazan y multiplican. Elisa y Marcela son Elisa y Marcela. Pero también es una invitación a escuchar y contar las historias que llevamos dentro, a dejarlas salir a un “exterior” que nos quiere ordenadas y calladas.

Amanda Mauri es master de Estudios de Género por la LSE, investigadora y activista feminista.

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