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AL HILO DE LOS DÍAS
Tribuna
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Cómo defenderse de un golpe de Estado

Un pacto nacional PSOE-Ciudadanos, para el gobierno del Estado y el de las Autonomías y Municipios, reconstruiría la confianza en nuestro parlamentarismo y mejoraría el juicio sobre nuestros políticos

Juan Luis Cebrián
Eduardo Estrada

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Uno de los peligros a los que está expuesto el Estado moderno es la vulnerabilidad de los Parlamentos.

Curzio Malaparte

El deseo expresado por los socialistas de gobernar en solitario con un equipo monocolor es una temeridad

No hace falta leer a Malaparte para entender que existe un variado catálogo de métodos para emprender un golpe de Estado. El debate político pervierte con frecuencia el significado de las palabras y otras formas de rebelarse, como los pronunciamientos o levantamientos militares, se denominan también así. Pero los golpes de Estado clásicos son la mayoría de las veces fruto de conspiraciones internas en el seno del poder constituido, golpes de palacio en ocasiones, y en todo caso delitos contra ese mismo poder al que se quiere eliminar y suplantar. El relato de los fiscales sobre el procèscatalán en busca de la República Independiente encaja perfectamente en dicha denominación, al margen de la calificación penal que merezca la comisión del delito, y no se entiende la sorpresa o la admiración por el hecho de que en sus conclusiones la hayan usado literalmente.

Que hubo una insurrección popular contra el Estado español alentada por los representantes del Gobierno de la Generalitat no es algo que merezca un esfuerzo probatorio. Fue pública y notoria, y muchos de sus dirigentes han reconocido abiertamente su participación en los hechos, independientemente de sus restricciones mentales respecto a la valoración de los mismos. También es sabido que fracasaron en el empeño, del que no han desistido sin embargo, ni ellos ni muchos de sus colaboradores. Sus acciones y objetivos cuentan además por el momento con el apoyo de casi la mitad de los ciudadanos catalanes. De modo que este es un conflicto que durará años, como tantas veces hemos recordado, y constituye el problema número uno al que tendrá que enfrentarse el nuevo Gobierno porque afecta a la estructura del Estado, cuya supervivencia amenaza. Eso no quiere decir que no existan otras graves cuestiones relacionadas con la desigualdad social, el crecimiento económico, el calentamiento global, el porvenir del empleo o los grandes cambios sociales provocados por la revolución tecnológica. Pero la estabilidad del nuevo Ejecutivo, la solidez del Parlamento y la independencia de los tribunales va a seguir siendo desafiada por los mentores del procès, con lo que la normalidad política no ha de recuperarse en el corto plazo.

Esta debería ser la principal preocupación de los dirigentes que hoy debaten sobre las alianzas posibles para presentarse a la votación de investidura o para acomodar mayorías en gobiernos autonómicos y municipales. Pero a base de tirarse los trastos a la cabeza, nadie es capaz de abordar serena y abiertamente la cuestión. Después de haber asistido a dos campañas electorales tan seguidas no debería sorprendernos el espectáculo de fulanismo, ambiciones desmedidas y facundia argumentativa que constituye esta nueva fase de consultas y discusiones sobre el reparto del poder. Todos y cada uno de quienes aspiran a ejercerlo endosan la responsabilidad de su anhelo a la voluntad popular, los deseos de sus electores y el servicio literal a sus promesas, que sabían imposibles de cumplir cuando las hicieron. Asistimos por lo mismo a un concurso de bravuconadas, del que el prestigio de los partidos, fundamentales como son para el funcionamiento del Estado democrático, sale cada día más erosionado.

Los fieles a la Constitución están obligados a establecer un cordón sanitario con quienes aspiran a destruirla

Ideologías aparte y pese al diapasón de las diatribas, la mayoría de los candidatos que midieron recientemente sus fuerzas han recurrido a invocar al sentido común como incentivo necesario de sus próximas decisiones. Aunque por el momento solo sean declaraciones voluntaristas, aplicar ese criterio sería como agua bendita o bálsamo de Fierabrás para nuestras calenturas públicas. Se me ocurren por eso algunas conclusiones que deberían iluminar el significado de los acuerdos venideros, aunque nada indique que vaya a ser ese el camino a recorrer por quienes han de hacerlo. En circunstancias tan graves como las que padecemos, con el Estado amenazado, el creciente desorden internacional y el cansancio de la ciudadanía, nuestro país necesita un Gobierno estable y duradero capaz de mantenerse durante toda la legislatura y ofrecer, o al menos buscar, solución al contencioso catalán en el seno de nuestra Constitución. Ese Gobierno necesita una mayoría parlamentaria sólida que lo apoye; dada la composición del Congreso no existe fórmula mejor que la de un gabinete de coalición. El deseo expresado por los socialistas de gobernar en solitario con un equipo monocolor es una temeridad, no beneficia al país ni a su propio partido y solo garantiza tumbos y retumbos en el devenir inmediato. Pedro Sánchez, como líder de la fuerza más votada, debe buscar cuanto antes las alianzas que garanticen a un tiempo la gobernabilidad del país y la consolidación del Estado democrático emanado del régimen del 78.

Teóricamente no tiene mejor candidato para un pacto así que Ciudadanos, con los que ya intentó en el pasado alianza semejante. Desde su fundación este ha sido un partido de indudable adscripción democrática, lejos de las tentaciones ultramontanas de amplios sectores del PP, y en cuya nómina inicial figuraban intelectuales de fuste. Parecía destinado a construir lo que en cierta medida ya es: una formación liberal demócrata, laica y progresista, alejada del nacionalcatolicismo de la derecha española y contraria al estatismo económico de la izquierda. Un partido de las libertades. Su deriva reciente le ha llevado sin embargo a aceptar sin ambages formar parte del bloque de la derecha, incluso de la más fanática, y soñar ingenuamente con liderarlo. La única posibilidad de afirmación futura de Ciudadanos en el elenco español es garantizar su carácter de centro reformista. Decisiones recientes, como la de aceptar una vinculación pasiva con el neofascismo en la Junta de Andalucía, le han perjudicado ante su electorado potencial, pero sus dirigentes no parecen haber aprendido la lección.

Tampoco es seguro que los socialistas lo hayan hecho cuando insisten en gobernar en solitario con solo 123 diputados. Los equilibrios de algunos de sus líderes, dispuestos a contar con el apoyo parlamentario de ERC o incluso de Bildu según los casos, solo hablan de su poca fe en los valores fundamentales de nuestro Estado democrático y de su indisimulado aprecio por el mando, aunque sea el de un curil municipal. Los partidos fieles a la Constitución, y deseosos de reformarla, están obligados a establecer sin género de dudas un cordón sanitario con quienes a derecha o izquierda aspiran solo a destruirla o a suplantarla. Apenas nadie, como no sea Manuel Valls, parece haberse percatado todavía de ello.

Embriagados como están por el clamor de los mítines, el arrullo de sus militantes, y los oropeles del poder que se tiene o al que se aspira, no sé hasta qué punto nuestros políticos son conscientes del deterioro de su imagen a ojos del electorado. Al menos sabrán que todas las encuestas de opinión les sitúan en niveles deplorables de aprecio y confianza. No se trata de un juicio sobre sus personas sino sobre sus actos, y no es tampoco un escenario exclusivo de nuestro país. A decir verdad, en comparación con algunos de los idiotas que hoy gobiernan el mundo, el equipo español sale bastante bien parado. Y no me refiero a que sean idiotas por tontos o cortos de entendimiento, es la segunda acepción del diccionario de la RAE la que les acomoda: engreídos sin fundamento para ello. Pero el que los demás sean peores que nosotros, o el hecho de que la sociedad española haya aprendido a convivir y desarrollarse al margen del guirigay político, no debe conducirnos al descuido.

Un pacto nacional PSOE-Ciudadanos, para el gobierno del Estado y el de las comunidades autónomas y municipios, serviría para reconstruir la confianza en nuestro parlamentarismo y mejorar el juicio sobre nuestros políticos. Nada hay desde luego que permita suponer que nuestra dirigencia se apreste a ello. Pero en situación tan excepcional como la que vivimos viene bien recordar la lección fundamental que en su día impartió Curzio Malaparte: “El arte de defender el Estado está regido por los mismos principios que el arte de conquistarlo”. ¿Por qué no ponerse a ello cuando el Estado está en peligro?

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