Socialismo de lo posible
Tenemos ahora delante un panorama político que mantiene su complejidad y el riesgo de desplome, pero que permite diseñar una nueva política que mantenga el crecimiento y combata la desigualdad
Han pasado diez años desde que la crisis económica iniciara su obra de destrucción, y aun cuando la inseguridad no haya desaparecido, cabe felicitarse porque las macromagnitudes se recuperen y España ofrezca incluso razonables perspectivas de crecimiento. Las consecuencias del impacto no fueron, sin embargo, solo económicas, y la sociedad española atravesó por una etapa de profundo malestar, esta aun no superada, que tuvo su reflejo en el movimiento de los indignados y en una subida en flecha de la desconfianza hacia la democracia representativa y sus agentes principales, los partidos políticos. Con el PP al frente, estos se ganaron además el merecido sambenito de portadores inevitables de corrupción.
Como daños colaterales, impulsados por el deterioro económico, los problemas latentes en la configuración territorial del Estado salieron a la luz con la frustración que acompañó al nuevo Estatuto de Cataluña. Entramos de modo inesperado en una fase de riesgo para la propia supervivencia del Estado de 1978. Y, last but not least, la recuperación económica no corrigió el alto grado de desigualdad observable ya antes en nuestra sociedad, agudizado por la crisis y convertido en un lastre insufrible de paro y pobreza. Los dos pilares de la política económica del Partido Popular, una afortunada estrategia de crecimiento, sustentada en la prioridad absoluta de la acumulación capitalista, y el desarrollo complementario de redes de corrupción en todos los niveles, llevaron a consolidar ese tipo de desarrollo desigual. La apariencia, hace solo un año, era que sería muy difícil superar ese marasmo.
Una conjunción afortunada de circunstancias diversas entró entonces en juego para provocar un giro copernicano. Tenemos ahora delante un panorama político que mantiene su complejidad y el riesgo de desplome, pero que permite diseñar una nueva política. A la luz del balance legado por el PP, esta solo puede consistir en la materialización del doble objetivo de mantener el crecimiento recuperado y al mismo tiempo afrontar el tema clave de la desigualdad. Suele decirse que el socialismo históricamente puso por delante el objetivo de la igualdad, frente a los de libertad y crecimiento económico. La tensión entre ambos polos fue rota por Lenin, mientras, por su parte, la socialdemocracia europea se dirigió hacia una convergencia entre la orientación igualitaria y el objetivo del crecimiento, en el marco de un orden pluralista. Es esta trayectoria la que se ha quebrado, a partir de los años setenta, con la nueva distribución del poder en la economía mundial. La socialdemocracia clásica no ha fracasado por sí misma, sino porque la redistribución es mucho más difícil cuando las economías europeas tienen que ponerse a la defensiva en los mercados frente al dominio de las potencias emergentes.
Las reglas del juego no son difíciles de establecer. Otra cosa es que su implementación resulte viable
No por eso el socialismo deja de ser necesario, al ser la única corriente política que sigue teniendo por objetivos la justicia social en democracia y la actuación contra una desigualdad hoy en ascenso a escala mundial. Y porque incorpora una alternativa al capitalismo que va más allá de la economía, estando en condiciones de ofrecer una contracultura de igualdad en las relaciones sociales, con especial énfasis en el género, de corrección de la sociedad del espectáculo y del consumo ostentoso, de oposición al racismo, y en definitiva, lo que es más importante, la conciencia de que la acción contra una sociedad injusta va unida en medios y fines a la lucha contra la destrucción en curso del planeta y de las especies animales que lo habitan.
Parafraseando el título de un libro de José María Maravall, en la situación actual urge la puesta en práctica de un socialismo de lo posible. No se trata de rechazar la utopía, entendida como proyecto orientado a desplegar el conjunto de posibilidades contenidas en la realidad social (Bauman, citando a Bloch). Sí expresa en cambio la crítica y el rechazo de la construcción utópica cerrada, como mundo perfecto al modo de la URSS y sus variantes comunistas, configurado desde un opresivo e ineficaz monopolio de poder.
El socialismo de lo posible debe partir de un análisis riguroso del orden social que aspira a reformar, precisamente para poder transformarlo. El siglo XX es un cementerio de utopías socialistas que ignoraron esa premisa, de las protagonizadas por Fidel Castro y Salvador Allende a los intentos voluntaristas del socialismo francés, cada vez que alcanzó el Gobierno, probando los breves periodos de Rocard y Jospin que era viable actuar de otro modo. Como lo prueba hoy el Gobierno socialista de Portugal, partiendo eso sí de condiciones diferentes de las nuestras.
Las reglas del juego no son difíciles de establecer. Otra cosa es que su implementación resulte viable, tanto por el escaso margen que ofrece el sistema económico para cambiar sin fracasar como por los cambios psicológico-sociales que ante la crisis han generado lo que se viene llamando el cansancio de la democracia. Es aquí donde nos encontramos para España hoy en una situación esperanzadora, cuyo indicador más elocuente es el resultado de las últimas elecciones. La sociedad espera un cambio tranquilo, pero efectivo, que la libere de la sensación precedente de hallarse en un callejón sin salida. La situación es muy favorable, pero también muy arriesgada de verse frustradas las expectativas.
La socialdemocracia clásica no ha fracasado por sí misma, sino porque la redistribución es mucho más difícil
A la vista del reñidero político en que de momento se encuentra encerrada la derecha, el campo parece abierto para profundizar en la reforma de la sociedad civil, en un doble sentido de modernización y laicización, partiendo de una reforma educativa en que sean puestas al día cuestiones clave, bien conocidas y sobre las cuales ya se trabaja. En el marco de una reestructuración legal de conjunto, donde las normas jurídicas corten los nudos gordianos que representan la prohibición de la eutanasia o las trabas legales que mantienen la indefensión de las mujeres y su subalternidad.
Sin olvidar la cuestión catalana, con su dinámica propia, la prueba de fuego reside, sin embargo, en el alcance y los límites de las reformas económicas. El encuentro auroral entre Sánchez e Iglesias no ofrece información alguna, pero será importante conocer no solo el aspecto formal de la presencia de Podemos en un Gobierno de coalición, sino cuál de las dos lógicas de cambio se impone. Desde un posibilismo socialista, todo cambio debe atenerse a las reglas y a los límites impuestos por Europa, en cuanto a déficit y endeudamiento, alterándolos solo de acuerdo con Bruselas, lo cual choca con los planteamientos de Iglesias, partidario de forzar al máximo la política expansiva y redistributiva, poniendo por delante los objetivos propios frente a los equilibrios marcados por la autoridad económica europea.
Otro tanto sucede con el tema de las pensiones, al no tener en cuenta la evolución negativa de los recursos disponibles, y con la necesaria reforma fiscal, donde todo no se resuelve con subir impuestos en función de los objetivos sociales. Aunque habrá que hacerlo para combatir la desigualdad y suprimir privilegios (sociedades, bancos, rentas más altas, grandes patrimonios). Los sistemas económicos se rigen por equilibrios modificables, no por rupturas que puedan devolvernos a la crisis. Hasta ahora tal ha sido la pauta del Gobierno de Pedro Sánchez, consciente también de la dificultad de abordar cuestiones clave, tales como la financiación territorial. Confiemos en que haga entrar en razón a su inevitable aliado.
Antonio Elorza es profesor de Ciencia Política.
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