La heredera de los Fabergé que no sabía que lo era
La inglesa Sarah Fabergé se enteró con diez años de que era la bisnieta del joyero de cabecera de los zares. Hoy trabaja para reposicionar la firma en el mapa actual del lujo
Sarah Fabergé, la tataranieta del fundador de la firma de joyería y objetos preciosos que cautivó a los últimos Romanov, no siempre se ha llamado Sarah Fabergé; esta británica de 61 años pasó la primera década de su vida pensando que su verdadero apellido era Woodall. La historia es carne de novela o folletín. Su padre, Theo, fue el hijo ilegítimo que Nicholas, el benjamín de Peter Carl Fabergé, tuvo en Londres con una modelo llamada Doris Cladish. Pero Nicholas ya tenía mujer (Marion Tattershall, una de las musas del pintor Lawrence Alma-Tadema) y, para prevenir el escándalo, Theo fue criado por la hermana casada de Doris, Linda Woodall, como si fuera su propio hijo. En 1969, cuando él ya contaba 47 años y dirigía un pequeño negocio de ingeniería, coincidió con un pariente que, asombrado por el parecido que guardaba con Nicholas Fabergé, le sugirió que comprobase su certificado de nacimiento; así fue como se destapó el secreto. Theo, que siempre había sentido inclinaciones artísticas, se lo tomó como una señal para dejar de desoírlas: cerró su empresa y pasó el resto de su vida —murió en 2007, con 84 años— dedicándose a crear cosas bellas. Durante varios años, tanto él como su hija diseñaron piezas de estilo Fabergé para una marca llamada St. Petersburg Collection.
Hoy, Sarah es directora de proyectos especiales y embajadora de una firma, resucitada en 2007, que llevaba décadas desvinculada de su familia. Fundada en 1842 en el San Petersburgo imperial por el orfebre Gustav Fabergé, sería su hijo, Peter Carl, quien la catapultó a la esfera internacional gracias, sobre todo, a esos elaborados huevos cuajados de piedras preciosas con sorpresa dentro que los zares Alejandro III y Nicolás II tenían por costumbre regalar a sus esposas por Pascua. Como proveedor oficial de la corte, Peter Carl llegó a emplear a 500 personas y produjo 50 Huevos Imperiales. Pero tras la revolución bolchevique tuvo que abandonar Rusia precipitadamente, y murió en Suiza solo dos años después.
Con un perfil mucho más bajo, la firma siguió en manos de la familia hasta que en 1951 esta cerró un largo y costoso litigio con un empresario norteamericano llamado Sam Rubin que había empezado a comercializar sin permiso un perfume llamado Fabergé. Los herederos acabaron renunciando a los derechos de su propio nombre por una cifra irrisoria —25.000 dólares— y, desde entonces, la enseña fue cambiando de manos hasta acabar en 1989 en las de Unilever, una multinacional de productos de consumo. Y así, la casa que llegó a ser sinónimo del lujo más desmedido y cuyos objetos fueron codiciados por varias generaciones de superricos y familias reales (la corona británica atesora casi 600 piezas de Fabergé en sus colecciones) acabó dando nombre a champús, desodorantes y productos de limpieza.
La travesía del desierto terminó en 2007 con la entrada en escena de un grupo de inversión que compró la marca con intención de devolverle sus antiguos laureles, y quiso involucrar a los miembros de la familia en esta nueva etapa. En seguida contactaron con Sarah y con su prima, Tatiana Fabergé (de casi 90 años, también es bisnieta de Peter Carl) para que formaran parte del órgano asesor Fabergé Heritage Council. Sarah, como guardiana de las esencias de un apellido que solo adoptó cuando ya había cumplido los veintitantos, lleva la última década intentando reinventar con visión de futuro el legado de la firma. Para ello, contrataron como directora creativa a Katharina Flohr, que venía de lanzar Vogue Rusia, y en 2009 presentaron la primera colección de joyería de la nueva era Fabergé. En la campaña, fotografiada por Mario Testino y con estilismo de Carine Roitfeld, aparecía el hijo de Sarah, Joshua, como prueba viviente de que la saga continúa. Además, en estos años se ha estrenado el documental Fabergé: A Life of its Own, y se han celebrado exposiciones sobre la firma en lugares prominentes como el palacio de Buckingham, el Vaticano o el Kremlin.
Pero en el imaginario popular Fabergé es sinónimo de sus huevos ornamentales (en películas como Octopussy u Ocean’s Twelve incluso formaban parte central de la trama), así que en 2011 la firma los trajo de vuelta en forma de colgantes y en 2015 produjo, en colaboración con una poderosa familia catarí, los Al-Fardan, el primer huevo en un siglo que no desmerece al lado de los imperiales: una pieza con más de 3.000 diamantes que se abre a modo de ostra dejando a la vista una rara perla gris. Sarah Fabergé está convencida de que la marca de sus ancestros aún tiene mucha guerra que dar. En una entrevista en 2018, lo explicó con este curioso símil: “El nombre Fabergé se parece un poco a Terminator. Ha experimentado altibajos, pero sigue moviéndose pase lo que pase”.
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